Las razones por las que médicos y políticos prefirieron la cárcel a usar mascarilla durante la gripe española
En Estados Unidos, el país donde se originó la pandemia que acabó con la vida de entre 50 y 100 millones de personas en 1918 y 1919, hubo fuertes movimiento de protesta contra las medidas establecidas por el Gobierno para frenar los contagios
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«La gripe española hace estragos en Bélgica», podía leerse en ABC el 7 de agosto de 1918 . El 23 de octubre «se extendió a Gran Bretaña, donde el número de víctimas aumenta diariamente». El 13 de febrero de 1919 este mismo diario informaba de que «la gripe española bate sus alas de muerte sobre Polonia y Rusia, donde la epidemia ataca, sobre todo, a las personas de entre 15 y 25 años». «Asusta ver a diario el número de las esquelas de defunción que aparecen en los periódicos y en las iglesias», añadía. Y, mientras, en España se publicaba casi cada día la cifra de fallecidos en cada provincia .
La gripe española había comenzado en Kansas, Estados Unidos, en la mañana del 4 de marzo de 1918, cuando un cocinero llamado Albert Gitchell del campamento Funston acudió a la enfermería con molestias en la garganta, fiebre y dolor de cabeza. A la hora del almuerzo, había centenares de casos como el suyo y el oficial médico tuvo que habilitar un hangar para acomodar a los enfermos de aquel mal desconocido que mataba a los más jóvenes y sanos en cuestión de días. Aquel cuartel fue el punto de partida de un itinerario que transfería miles de soldados a Francia por la Primera Guerra Mundial, provocando que la plaga llegara a Europa.
España fue el primer país de Europa en el que se extendió a amplios sectores de la sociedad, lo que justificó su denominación de «gripe española», y el 17 de septiembre de 1918, el Gobierno de la Restauración tomó las primeras disposiciones sanitarias, como el cierre de las fronteras con Francia y Portugal. Nadie se imaginó entonces que, un año más tarde, habría matado a cuatro veces más personas que los soldados fallecidos en la Gran Guerra, aunque los errores y aciertos de aquella tragedia nos proporcionaron la mayoría de herramientas que usamos hoy para combatir el Covid .
«No hay que olvidar que las medidas que han funcionado en esta última pandemia las aprendimos en 1918: la distancia de seguridad, la ventilación, la higiene, la preferencia por las actividades al aire libre y el uso de mascarilla», subrayaba a ABC Estanis Nistal , virólogo y profesor de Microbiología de la Universidad CEU San Pablo, hace un año. Sin embargo, al igual que ocurre hoy en día, no fue fácil implantarlas entre la población. De hecho, el pasado 23 de septiembre, el Gobierno de Pedro Sánchez aprobó la obligatoriedad de usar la mascarilla en exteriores ante el repunte de contagios con la variante Omicrón.
«Ponte una máscara, salva tu vida»
Los mensajes se repiten y las resistencias de una parte de la población, también. «Ponte una máscara, salva tu vida», advertía la Cruz Roja hace más de un siglo ante la gripe española, que contagió a un tercio de la población mundial y mató a entre 50 y 100 millones de personas, según las estadísticas aportadas por María Isabel Porras en ‘La gripe española: 1918-1919’ (Catarata, 2020). Resulta sorprendente que una parte de la población se rebelara contra el uso de la mascarilla, teniendo en cuenta que no se conocían vacunas ni terapias farmacológicas efectivas contra ella.
El caso de Estados Unidos fue especialmente escandaloso, puesto que pocos ciudadanos cumplieron con las restricciones establecidas por el Gobierno. Muchos, incluso, reaccionaron con más furia cuando se recomendó o exigió el uso de mascarillas que cuando se obligó a cerrar los negocios. A mediados de octubre de 1918, el Servicio de Salud Pública comenzó a distribuir folletos y la Cruz Roja insertó anuncios en todos los periódicos en los que declaraba sin rodeos que «todo hombre, mujer y niño que no la use debe ser considerado un negligente peligroso».
Además, se daban instrucciones de cómo se usaban y hasta de cómo se podían fabricar en casa con gasa e hilo de algodón, pero muchos estadounidenses de estados como California, Utah y Washington no hicieron caso. Los grupos de resistencia crecieron a medida que aumentaron los carteles y los titulares en la prensa: «Quien estornude sin taparse la boca será detenido», «Redadas policiales en bares en la guerra contra la pandemia» y «Toque de queda en la ciudad por la gripe».
Liga Anti-Máscara
San Francisco fue la primera ciudad que decretó la obligatoriedad de la mascarilla y donde surgió el primer movimiento en contra: la Liga Anti-Máscara, fundada por E.C. Harrington, una sufragista y abogada que hizo una llamada a unirse a su causa en el ‘San Francisco Chronicle’. Sus argumentos eran prácticamente los mismos que esgrimen los negacionistas actualmente: su ineficacia y el supuesto ataque que representaba para su libertad. La diferencia es que, en Estados Unidos, hasta los jueces salieron a la calle para celebrar los juicios al aire libre y sin mascarillas en señal de protesta.
El alcalde James Rolph apeló a «la conciencia, el patriotismo y la autoprotección, que exigen el cumplimiento inmediato y rígido del uso del tapabocas». Sin embargo, hubo tantos arrestos que el jefe de Policía advirtió a los funcionarios de que se estaba quedando sin celdas. Los jueces y oficiales se vieron obligados a trabajar hasta altas horas de la madrugada y los fines de semana para reducir las denuncias, pero no hubo avances. El 25 de enero de 1919, más de 2.000 miembros de la mencionada liga se manifestaron en el centro de San Francisco para denunciar la ordenanza. Entre los asistentes, varios médicos destacados.
La obligación se extendió a ciudades como Denver, Seattle, Sacramento, Phoenix y Oakland, en las que se cerraron escuelas, iglesias, teatros, cines y peluquerías. El alcalde de esta última ciudad, John Davie, lanzó el mensaje de que «lo sensato y patriótico, sin importar cuáles sean nuestras creencias personales, es proteger a nuestros conciudadanos uniéndonos a esta práctica». La recomendación de la Junta de Salud de Nueva York, por su parte, fue que «mejor hacer el ridículo que estar muerto», en referencia a aquellos que pensaban que las mascarillas afeaban a los que las usaban.
Prisión y multas
Las autoridades estadounidenses tuvieron que organizar unidades policiales específicas para luchar contra el virus. Según el ‘San Francisco Chronicle’, en un solo día fueron acusadas 100 personas de «perturbar la paz» al no usar mascarilla. Muchas de ellas fueron condenadas a pasar diez días en prisión y las restantes a pagar multas equivalentes a 80 dólares actuales. Entre ellas, el alcalde y el responsable de Salud de la ciudad, por acudir a una velada de boxeo sin la susodicha protección.
Los movimientos de protesta aumentaron . En noviembre de 1918, el ‘Garland City Globe’ de Utah publicó fotografías de personas usando mal la máscara, llevándola en la nuca o con agujeros para poder fumar a modo de broma. El resto de diarios se llenaban de noticias con las sanciones impuestas a los comerciantes que no prohibían la entrada a sus negocios de clientes sin mascarillas. Una vendedora de Denver se negó a ponérsela porque, según declaró, «se le dormía la nariz». Un médico prestigioso comentó en un debate público que, «si apareciera un hombre de las cavernas en la actualidad, pensaría que los ciudadanos enmascarados son todos unos lunáticos». Un banquero de Tucson prefirió ir a la cárcel antes que pagar la multa que le habían impuesto.
En Europa no se decretó la obligación de usar mascarillas durante la Primera Guerra Mundial . Gran Bretaña fue el único país donde se recomendó su uso, aunque solo en las grandes ciudades y a ciertos grupos, como las enfermeras. En España, el Gobierno de Antonio Maura promovió el cierre de teatros e instó a los dirigentes provinciales a que limitaran el aforo de los eventos públicos, provocando un gran enfrentamiento con la Iglesia. Sin embargo, de la máscara, ni hablar.
En Estados Unidos los funcionarios del departamento de Salud entendieron pronto que cambiar el comportamiento de la sociedad iba a ser imposible. El responsable de Sacramento tuvo que celebrar varias reuniones para convencer a los sanitarios de que debían cumplir con la normativa. En Los Ángeles y Utah ni siquiera fue aprobada, bajo el argumento de que los ciudadanos sentirían una falsa seguridad y relajarían las precauciones. En Seattle, los conductores de tranvías se negaron a prohibir la entrada a los pasajeros que no la llevaran. En Portland se produjo un acalorado debate en el que un concejal calificó la medida de «inconstitucional». «Bajo ninguna circunstancia me pondrán un bozal como si fuera un perro hidrófobo», añadió.