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El «modesto» palacio donde pasó sus últimos días Isabel II

«Blanco y Negro» publicó dos años antes de su muerte un reportaje fotográfico de su residencia en París

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Vídeo: Isabel II, la Reina de España que acabó en el exilio
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«Grande y ostentoso para casa de un particular, pero pequeño y modesto para mansión de una reina habituada desde la niñez al boato y a la ostentosidad de la corte española». Así era el palacio de Castilla donde vivió sus últimos años Isabel II en París. Estaba situado en la avenida Kléber de París, entre el Trocadero y el Arco de Triunfo, en la orilla derecha del Sena, un barrio que había tomado el relevo al viejo boulevard Saint-Germain como el más elegante y aristocrático de la capital francesa. La revista «Blanco y Negro» publicó en 1902 un reportaje fotográfico de Chussau Flaviens sobre el palacio y afirmaba que era una de las moradas «más simpáticas e interesantes de París».

El edificio había sido construido para el diplomático y coleccionista de arte ruso Alexander Basiliewski en 1864 por el arquitecto Clément Parent y fue comprado apenas cuatro años después por Isabel II, después de su salida de España en 1868. La reina exiliada lo renombró como palacio de Castilla y fue su residencia oficial hasta su muerte en 1904. En él renunció a sus derechos dinásticos en favor de su hijo Alfonso XII en 1870.

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«Si es verdad el dicho de que el aspecto de una casa no es sino un reflejo o una ampliación de la fisonomía de su propietario, el palacio de Castilla retrata perfectamente el estado de espíritu y la manera de ser de la augusta señora que él habita desde hace ya tantos años», consideró la revista antes de describir esta magnífica vivienda.

La rigurosa etiqueta que había dominado en la corte española durante el siglo XIX se conservaba «con puntual exactitud en el palacio de París». No faltaba en él «ninguno de los pormenores esenciales de la vida palaciega», apuntaba «Blanco y Negro». Contaba con un «numeroso» personal y una servidumbre «correctísima».

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«No obstante, el llegar hasta S.M. no es, en realidad, difícil a los españoles que van a París y desean saludar a la ilustre señora» que por aquel entonces tenía 71 años, se aseguraba. «Anciana por la edad, pero siempre joven por el corazón y por el carácter, tiene verdadero placer en conversar con los que fueron sus vasallos, y cuantas personas la visitan quedan asombradas de la perpetua y lozana alegría de su alma, del encanto y gracia de su conversación madrileña pura, pero con todas las gallardías y adornos que a las madrileñas añade de la estancia en París y el trato de la sociedad más elevada».

El escritor Benito Pérez Galdós, tan distante ideológicamente, se sorprendió del afectuoso recibimiento que le dispensó allí la exsoberana en 1902. «A los diez minutos de conversación -escribió- ya se había roto, no diré el hielo, porque no lo había, sino el macizo de mi perplejidad ante la alteza jerárquica de aquella señora, que más grande me parecía por desgraciada que por reina. Me aventuraba yo a formular preguntas acerca de su infancia, y ella con vena jovial, refería los incidentes cómicos; los patéticos, con sencillez grave: a lo mejor su voz se entorpecía, su palabra buscaba un giro delicado que dejaba entrever agravios prescritos, ya borrados por el perdón. Hablaba doña Isabel un lenguaje claro y castizo, usando con frecuencia los modismos más fluidos y corrientes del castellano viejo, sin asomos de acento extranjero, y sin que ninguna idea exótica asomase por entre el tejido espeso de españolas ideas»

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Ese mismo carácter, que «Blanco y Negro» consideraba «sencillo y alegre, sin perjuicio de la majestad», se advertía en la decoración del palacio donde vivía. «Madre y abuela antes que reina, S.M. se complace en estimar como el más valioso adorno de sus habitaciones los retratos de sus hijos y de sus nietos, y de ellos habla siempre con maternal entusiasmo», proseguía la revista.

En los últimos años, Isabel II hacía una vida «retiradísima. Apenas si muy de tarde en tarde se la ve salir del palacio de Castilla, y tiene completamente abandonados los teatros y demás diversiones parisienses a que era antes tan aficionada». Caminaba trabajosamente, apoyada en un bastón y consagraba sus últimos años a sus recuerdos, «vivísimos en ella» porque conservaba una admirable memoria y recordaba con todos sus pormenores los sucesos de su vida. «Hasta los más insignificantes», decía «Blanco y Negro» sin precisar cuáles. Así pasaba su tiempo mientras aguardaba el fin de sus días «con la serenidad y la resignación de su alma española, valiente y bien templada».

A su muerte, el 9 de abril de 1904, ABC subrayó que «cualesquiera que fueran sus culpas, tuvo también rasgos que la hicieron popular y que conquistaron elogios para su memoria. Fue espléndida y caritativa, se hizo adorar en ocasiones por el pueblo, y tuvo, sobre todo, una virtud que no puede ser olvidada: fue española, muy española, y no ha dejado de sentir amor por su patria ni aun en los momentos más negros de su desgracia».

El periódico publicó una fotografía de la capilla ardiente de Isabel II que se improvisó en el Palacio de Castilla. Tras su muerte, el edificio se transformó en uno de los hoteles más legendarios de la historia del lujo moderno, el mítico Hotel Majestic, desde el que José Martínez Ruiz, Azorín, cubrió parte de la Primera Guerra Mundial como enviado especial de ABC. El corresponsal en París Juan Pedro Quiñonero, posiblemente el único periodista español que ha seguido y fotografiado la metamorfosis del Palacio de Castilla, contaba que en el Hotel Majestic se celebró una mítica cena en la que coincidieron tres genios del siglo XX como Pablo Picasso, Marcel Proust y James Joyce, o que durante la Segunda Guerra Mundial fue ocupado por la Gestapo, que utilizó sus sótanos como salas de tortura. Posteriormente el edificio se convirtió en la primera sede oficial de la Unesco y años después albergó las negociaciones de paz de Vietnam. Restaurado en 2014, actualmente es un hotel de lujo, The Peninsula Paris.

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