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La matanza de Puerto Hurraco y el remanido tópico de «la España profunda»

El académico Francisco Ayala criticó en una Tercera que solo las hispánicas «tragedias rurales», por el hecho de ser eso: rurales, nos mueven a reincidir en el viejo cliché

Escenas de dolor en el tierro por las víctimas de la matanza
Escenas de dolor en el tierro por las víctimas de la matanza - Juan José Fernández
Francisco Ayala
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En la horrible matanza protagonizada por los hermanos Izquierdo en Puerto Hurraco, en esas antiguas rencillas sobre las lindes de unas tierras que destilaron en corrosivo odio; y en las hermanas de los asesinos Ángela y Luciana, vestidas siempre de negro, muchos creyeron que se encarnaba de nuevo esa España profunda de la tanto hablaron los autores de la Generación del 98. El académico Francisco Ayala escribió por entonces esta Tercera en ABC, desmontando el remanido tópico:

«Siempre de nuevo, el tópico noventayochista de la España profunda, o si se prefiere, de la España negra, recuelo ya estomagante de la romántica «espagnolade», reflota, sale a la luz pública y produce innegable fruición a los comentaristas cada vez que algún suceso viene a suministrar el pretexto idóneo.

Así hemos podido comprobarlo días atrás en el estético regodeo con que los medios de comunicación pública trataban un sórdido episodio sangriento: el crimen múltiple de Puerto Hurraco, ocurrido en casual coincidencia con otros análogos del medio rural, pero también en concurrencia —y disputándose por cierto el espacio en los periódicos— con no menos brutales y obtusos o demenciales hechos sucedidos en otras latitudes, tal, por ejemplo, la matanza de estudiantes en una Universidad de Florida. Pero, según se advierte, sólo las hispánicas «tragedias rurales», y sólo por el hecho de ser eso: rurales, nos mueven a reincidir en el viejo y tan remanido tópico.

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En efecto, las muchas atrocidades de que con perverso gusto informa a diario la Prensa, bien sea ocurridas en este país de nuestros pecados o en tierra extraña, se imputan, explícita o implícitamente, a factores diversos, sociológicos o de cualquier otra índole; pero cuando la noticia proviene del ambiente aldeano, de inmediato suscita la evocación de la España profunda, de esa España negra que al parecer está ahí, agazapada en el fondo de la historia, para, como los pertinaces fantasmas de los cuentos, reaparecer a la menor oportunidad y hacemos recordar la fatalidad de nuestra condición. Seguro que, si en lugar de haber surgido en el agro y por una cuestión de lindes en un municipio aldeano de Extremadura, el brutal crimen a que estoy aludiendo se hubiese producido con iguales características y por análogos motivos de rencilla vecinal dentro de una urbanización madrileña o barcelonesa o sevillana, a nadie le hubiera pasado por las mientes hablar de la España profunda a propósito suyo. Sólo cuando el sangriento suceso se produce en el ambiente rústico suscita la infalible evocación de aquella imagen singular que, con una especie de encantada fascinación, quisieron ver como la genuina y correspondiente a la esencia de esta tierra nuestra, «retrasada», «misteriosa» e «irreductible», los extranjeros que venían a recorrerla durante el siglo XIX; una imagen que, aprendida en los libros de esos viajeros, los españoles mismos habían de aceptar y asumir también ellos, contribuyendo enseguida con notable entusiasmo a cultivar «l'espagnolade».

Interesante sería a estas alturas que alguien, quizá un estudiante en trance de escribir su tesis doctoral, tuviera la curiosidad de coleccionar, ordenar y analizar las muestras de este singular fenómeno (el de la «españolada» adoptada y suscrita por españoles). Debería el hipotético investigador explorar para ello los distintos sectores de la cultura, empezando por la literatura, desde sus más altos niveles hasta los ínfimos, y espigando asimismo en los campos de las artes gráficas, del teatro, del cuplé, y examinando, en definitiva, las convenciones verbales con que el lenguaje corriente suele dar expresión a las actitudes sociales que responden al estereotipo. Digo que sería hora de que alguien emprenda esa tarea histórico—crítica, porque, de hecho, los sensacionales cambios experimentados por la sociedad española durante los decenios últimos han ido haciendo cada vez más improbable ese estereotipo, de modo que existe ya el necesario distanciamiento para aislarlo y objetivarlo.

Una puntualización se impone aquí: dicha convencional imagen del «español» y de «lo español», aunque en sus orígenes (que —dicho sea entre paréntesis— no se remontan más allá de los comienzos del Romanticismo a principios del siglo XIX) viniera adornada con el brillo atractivo de lo pintoresco, es lo cierto que siempre apareció bajo una luz dudosa, en una atmósfera de inquietante ambigüedad. Esa atracción suya era debida en gran parte al aura temerosa de lo desconocido y extraño, y extraño, desconocido, era para los viajeros foráneos el pueblo español. No se olvide que este concepto, el concepto de «pueblo», recibió del pensamiento romántico una acuñación que le prestaba trascendencia metafísica, haciendo de él una entidad cuasi sagrada, misteriosa y, como las divinidades arcaicas, dotada de incalculables potencialidades tanto para el bien como para el mal.

Nuestros visitantes sentían la fascinación de esa entidad enigmática, y nuestros compatriotas ilustrados secundaban su encanto estético. Por supuesto, pasada la primera fase del Romanticismo, que tan anómalo curso tuvo en España, el enigma de este «pueblo» nuestro angustiaría a los intelectuales preocupados con su destino y empeñados en escrutar sus características, fustigando sus pretendidos vicios congénitos, intentando un diagnóstico de sus males y buscándoles adecuado remedio. Sin duda, la elaboración artística del que se llamó «problema de España» era capaz en todo caso de salvar, desde el punto de vista estético, aun aquello que desde un punto de vista intelectual o moral pudiera quizá considerarse lamentable y aun detestable, dignificándolo así en último extremo.

El escritor Francisco de Ayala
El escritor Francisco de Ayala - José Luis Álvarez

Quien recuerde, por ejemplo, las sonadas campañas antitaurinas y, en general, anticasticistas de un Eugenio Noel, no dejará de reconocer en su actitud un tanto frenética una marcada ambivalencia, que le permitía complacerse en eso mismo que estaba aplicado a denostar y demoler, y ¿cuánto deleite no hallaba el escritor en aquello que con tanto encono denigraba?

En los poemas de un Antonio Machado, que —estos sí— están sin duda en la memoria de todos nosotros, nadie dejará de admirar la belleza lapidaria de sus famosos y siempre citados vituperios: «la España de charanga y pandereta», «esa España inferior que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza», «un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín». Evidentemente, hay ahí un placer estético que en nada atenúa —antes bien refuerza— la dura reprobación que esas caracterizaciones implicaban en el renovador afán «regeneracionista» de don Antonio... Todo esto pertenece a un período histórico ya cerrado: el período del tardío y resentido nacionalismo español que la derrota de 1898 exacerbaría al insistir, con múltiples variaciones, en las posiciones e interpretaciones, más bien delirantes, que Ganivet había enunciado en ese «Idearium» suyo de tan dilatada y poco benéfica influencia.

Pero, como decía al comienzo, cualquier mínimo pretexto sirve todavía para concitar una vez más entre nuestros comentaristas de la actualidad el cliché de la irreductible esencia española, aunque sea ya tan sólo en manera desmayada y en su vertiente negativa, ahora que, con ridículo anacronismo, se intenta sustituir en el ánimo de los peninsulares (y, cómo no, también, por supuesto, en el de los isleños) el viejo, gastado y ya inservible cliché españolista, reemplazándolo por el de otras irreductibles esencias de más corto radio».

Francisco Ayala

De la Real Academia Española

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