La invasión india de la isla de Alcatraz
Más de un centenar de pieles rojas tomaron la inexpugnable prisión hace medio siglo para reivindicar sus derechos
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John Hart realizaba cada mañana la misma rutina. Provisto de un formidable manojo de llaves, abría una tras otra las 384 celdas de la prisión de Alcatraz, incluida la número 200 del penal, de verde descolorido y rosa bombón como el resto, en la que estuvo recluido Al Capone. El apacible Hart, último guardián del lugar, y su mujer eran los únicos habitantes de la famosa isla-presidio en noviembre de 1969. Cerrada el 21 de marzo de 1963, por aquel entonces se encontraba a la venta por cinco millones de dólares, pero nadie quería comprarla.
Hart estaba terminando su habitual recorrido cuando oyó una sirena que resonaba entre la niebla de la bahía de San Francisco y vio una pequeña embarcación que se aproximaba.
El barco viró bruscamente, a unos 50 metros del muelle de la isla y para su sorpresa, sus catorce pasajeros se lanzaron al agua aullando el antiguo grito de guerra de los indios y nadaron vigorosamente hasta el embarcadero.
Perplejo, el guardián de Alcatraz no sabía bien qué hacer. No podía avisar a sus superiores porque el hilo telefónico que unía la isla con el continente llevaba averiado desde 1964, cuando un mercante japonés lo cortó accidentalmente. No había sido reparado. No valía la pena.
+ infoHart corrió a su casa y le dijo a su mujer: «Marta, no sé si estoy soñando, pero creo que los indios están atacando la isla».
La respuesta de su esposa parece sacada de una película del Oeste: «Si son los indios, coge tu fusil y vete a ver qué pasa».
Así lo hizo Hart, que no cabía en su asombro al contemplar de cerca a los intrusos. Eran indios de verdad. Richard Dakes, su jefe, hablaba como el sioux Toro Sentado cuando se encontró con el general Custer en la batalla de Little Big Horn, pero en este caso la entrevista era amistosa. Dakes llevaba por arma una pancarta en la que se leía: «Red Power».
A Dakes le acompañaba un apache llamado Emiliano, Cabeza Gruesa, que era navajo; Flecha Rápida, mohawk; Ojo de Coyote, pueblo; Cuchillo Largo, zubi; Quijada de Oso, sioux; Piel de Lagarto, hopi; Rata Perfumada, semínola; Dedo Cortado, algonquino; Lobo Gracioso, pies negros; Agua Limpia, schoshone; Pata de Cuervo, ute; y Nariz Puntiaguda, cheyenne.
El jefe Dakes ordenó tachar una tabla que indicaba «Prohibido el paso. Propiedad U.S.» para escribir en su lugar «Propiedad india» y ante la enérgica protesta de John Hart, le dijo: «Debes saber, rostro pálido, que justamente porque este territorio es propiedad federal y fuera de uso desde hace seis años vuelve a ser de nosoros, los indios por derecho. Y esto es así por un tratado firmado entre la nación sioux y un presidente cualquiera de los Estados Unidos, en Washington. Este tratado estipula que "todo territorio federal no utilizado por el Gobierno de los Estados Unidos vuelve, automáticamente, a los indios. Por tanto, Alcatraz nos pertenece».
+ infoAsí lo relató «Blanco y negro» en un extenso reportaje publicado en noviembre de 1969, al que seguirían otros artículos sobre esta sonora protesta que protagonizaron los indios. Estados Unidos descubrió que no solo tenía por aquel entonces un problema negro, sino también uno rojo. De los alrededor de 600.000 indios que vivían entonces, apenas 5.000 cursaban estudios y la edad media de vida no sobrepasaba los 44 años, frente a los 60 del hombre blanco. Enclaustrados en sus áridas reservas, sin incentivos de trabajo y con deficientes escuelas y pésimos servicios sanitarios, subsistían casi en la miseria.
El grito de Dakes reivindicando que Alcatraz se les fuera devuelto simbólicamente en compensación por los millones de kilómetros cuadrados que les habían arrebatado a «los únicos y verdaderos norteamericanos» fue escuchado por indios de todo el país que llegaron a San Francisco en tren, en coche, a pie. Familias enteras que invadieron la famosa isla y durante meses se negaron a abandonarla. «Es la primera tierra que no se nos impone y que hemos escogido libremente. No la dejaremos», aseguraban.
Querían que su voz fuera escuchada y reivindicaban una larga lista de condiciones para desalojar el penal. Se instalaron en las celdas, los patios y las dependencias de la prisión, sin agua caliente pero que aún ofrecían algunas condiciones de habitabilidad, y se mostraron dispuestos a instalar allí un centro cultural. El país entero siguió con atención este voluntario encierro, que suscitó una abrumadora simpatía entre los estadounidenses.
+ infoEl actor Anthony Quinn visitó la isla y declaró que Alcatraz era «un precio pequeño por todas las ofensas e iniquidades» cometidas con los indios, pero Jane Fonda, que quizá quiso compensar tantas imágenes de película de su padre Henry Fonda luchando contra los indios, no se conformó solo con visitarlos. Formó parte de un grupo que intentó ocupar después el viejo cuartel militar de Fort Lawton, en las afueras de Seattle, para instalar allí un centro cultural y fue detenida.
Seis meses después del desembarco indio en Alcatraz y tras el intento de asalto a Fort Lawton, las manifestaciones en Denver y Cleveland y el intento de asaltar la isla de Ellis, en la bahía de Nueva York, el Gobierno federal comenzó a preocuparse en serio por la situación de los indios. En julio, ABC recogía la noticia de que el presidente Nixon se disponía a apoyar un proyecto de ley para devolver a los indios taos 16.000 hectáreas de Nuevo México que les fueron confiscadas en 1906 sin ninguna compensación.
+ infoPor entonces, un ejército de jóvenes abogados estaba trabajando con los jefes de las tribus para reclamar legalmente los territorios ancestrales que les habían arrebatado, desenterrando montañas de documentación con expedientes, títulos y tratados. «Para el indio de las tribus, el territorio es sagrado. Es el sitio de su nacimiento, su símbolo de vitalidad, el ámbito de sus antepasados, el significado ancestral de su pobre vida, el vínculo que le queda con una raza vencida, a la cual muchos norteamericanos del Oeste consideran todavía hoy, ahora, como prisionera de guerra en sus sórdidas "reservations", que no son más, en muchos casos, que una variante de campos de concentración», escribía en su crónica José María Massip.
El corresponsal de ABC en Washington recordaba que entre los seis «marines» que izaron la bandera norteamericana en el monte Suribachi, en la isla de Iwo Jima, había un indio que «acabó suicidándose porque se le separaba de sus camareros de armas en las recepciones que se les dieron cuando se los trajo a los seis de Estados Unidos como héroes nacionales. Héroe o no, el indio era indeseable en la sociedad blanca que agasajaba a aquel puñado de valientes».
+ infoLa isla de Alcatraz, que bautizó así el español Juan Manuel de Ayala por las aves que allí anidaban y durante tanto tiempo encarnó la negación de la libertad, se convirtió para los indios en el símbolo de sus derechos, tantas veces pisoteados.
«Sobre el sórdido peñón de las viejas miserias humanas, sobre los ecos desgarradores de tantas inútiles quejas, sobre la sangre de los amotinados, sobre la ira de los fuertes reducidos por el látigo», como escribió José Gerardo Manrique de Lara, los pieles rojas intentaron erigir su destino y el de sus hijos y «como aquellos pájaros de vistoso plumaje», exhibir, «arrogantes las plumas de su realeza con que se adornan altivamente como dignos sucesores de las aves invictas que van sobrevolando los límites de nuestra oscura codicia».
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