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La cruel muerte de Mata Hari, la espía más famosa de la historia

La bailarina Mata Han, cuyo verdadero nombre era Gertrudis Zelle, fue condenada a muerte en julio de 1917 por espionaje e inteligencia con el enemigo

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A principios del siglo XX se levantó en la plaza del Carmen el Gran Kursaal, que era un frontón de día y una sala de variedades al estilo parisino de noche. Los madrileños más bohemios celebraron el salto de calidad de la mala vida con una sala que atrajo a artistas internacionales y dio cita a los más atrevidos espectáculos, entre ellos el cuplé, un estilo catalogado de pornográfico. El Rey Alfonso XIII y la nobleza picotearon entre aquellas mujeres ambivalentes y fuera de lo común, como La Chelito, Raquel Meller o Consuelo Vello, la Fornarina.

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Por el Gran Kursaal pasó también la excéntrica Mata Hari, bailarina de danzas eróticas, con fama merecida de mujer fatal y un velo de misterio con el que se cubrió para ejercer de espía durante la Primera Guerra Mundial.

De la holandesa se han dicho auténticas burradas, quién sabe cuántas ciertas, como que dominaba de cabo a rabo el Kamasutra o que no se despojaba de su cache-seins metálico ni siquiera para hacer el amor desde que un amante, enardecido por la pasión, le había arrancado los pezones a mordiscos. La propia Mata Hari, hija de un sombrerero de provincias, era la principal forjadora de estas leyendas al interpretar toda su vida la personalidad de una danzarina hindú sagrada dedicada desde la pubertad a Siva, papel para el que se había documentado cuando vivió en Indonesia casada con un oficial del ejército colonial.

Y también ella, que escandalizó a la belle époque con sus golpes de cintura, fue la responsable máxima de su perdición. La bailarina vio una vía fácil para conseguir dinero en un juego de espías y contraespías que terminó por superarla. Un tribunal de guerra de Francia la condenó a muerte, en un juicio repleto de irregularidades, acusada de ser una agente doble y hasta triple durante el conflicto mundial. «¡Parbleu!, ¡esta dama sabe morir!», exclamó uno de los soldados que la ejecutaron al amanecer del 15 de octubre de 1917. No se amilanó ante los doce zuavos que formaron su pelotón de fusilamiento. Dicen que les lanzó un beso y hasta se abrió el abrigo negro que llevaba para mostrar de qué color era su carne. Uno de ellos cayó desmayado.

La tragedia

El 19 de octubre, el diario ABC informaba así de su muerte:

«La bailarina Mata Han, cuyo verdadero nombre era Gertrudis Zelle, fue condenada a muerte en julio por espionaje e inteligencia con el enemigo. La artista, de origen holandés, que había residido en varias capitales de Europa y principalmente en París, fue detenida en Francia en el mes de febrero. Desde el principio de la guerra, según periódicos de París, poseían las autoridades francesas pruebas de la culpabilidad de Mata Hari que facilitaba al adversario datos importantísimos.

Mata Hari, poco antes de la declaración de guerra, frecuentaba en Berlín los círculos políticos y militares y policíacos, por estar al servicio de Alemania, donde la habían matriculado y asignándole un número de orden. Fuera del territorio francés conferenciaba con altas personalidades enemigas, y desde mayo había recibido de Alemania importantes sumas, como remuneración por sus informes. Se le presentaron pruebas materiales y la acusada reconoció la certeza de los hechos que se le imputaban».

A Mata Hari los uniformes le despertaban su lado más primitivo, aunque en su caso era una cuestión sexual. «Siempre he amado a los militares. Prefiero estar con un militar cualquiera que con el banquero más rico de la ciudad», afirmaba la mujer fatal. Ante el tribunal que la juzgó trató de explicar que se acostaba con los militares por placer, no para sacarles información. Quizá fue la única vez que no mintió en su vida, pero no la creyeron. Nadie reclamó el cadáver de Mata Hari.

La culpabilidad quedó demostrada, pero no explicada a una sociedad que desde entonces empezó a escribir novelas y relatos para acalarar tanta confusión. Según el relato oficial de las audiencias del Consejo de guerra, el comandante Massard, publicado parcialmente por ABC el 21 de mayo de 1923, «recibir la orden de hacer fusilar a un hombre o a una mujer causa siempre una impresión desagradable. La orden de fusilar a Mata Hari no me emocionó mucho. Yo había asistido a las audiencias secretas del Consejo de guerra y sabía por qué y de qué manera la bailarina había sido condenada. Aquel Consejo de guerra estaba presidido por el coronel Semprou, antiguo jefe de la Guardia Republicana, y celebraba sus audiencias en la Sala de la Corte de Justicia, a puertas cerradas. Nadie podía penetrar en la sala y yo era el único oficial autorizado a asistir a los debates. Los centinelas no dejaban acercarse a menos de diez pasos de las puertas, y ningún ruido de fuera, ninguna influencia exterior, podía turbar la majestuosa calma de aquél Tribunal, tan terrible en apariencia y tan imparcial, tan frío en el fondo».

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