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De héroe nazi a multimillonario gracias a los Aliados: el vergonzoso secreto de Von Braun

Wernher von Braun, experto en cohetes y artífice del Programa Apolo, escribió un extenso reportaje en este diario en la que explicaba que el hombre no tardaría en poblar el espacio

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Eran los cincuenta, años de gélido conflicto contra la URSS en la victoriosa Estados Unidos. Entre el consumismo alumbrado a principios de década y la visita de Ike Eisenhower a España, en el país de las barras y las estrellas se extendió una nueva fiebre: la de la exploración espacial. En esa pandemia –bien diferente a la de hoy– un hombre se alzó como mascarón de proa; un genio que anhelaba convencer a la sociedad norteamericana de que llegar a otros planetas no era capricho, sino una necesidad. Aquel sujeto era un antiguo científico nazi: Wernher von Braun, el mismo que había alumbrado las bombas volantes V1 y V2 para Adolf Hitler y que había atravesado el Atlántico tras la Segunda Guerra Mundial para trabajar para sus antiguos enemigos.

Los cincuenta catapultaron a la fama a Von Braun. De cara ancha y pelo engominado, el ingeniero aeroespacial fue encumbrado por el mismo gobierno contra el que había combatido. Escribió artículos en los que explicaba las bondades de la exploración espacial, fue entrevistado por la factoría Disney y, en pocos años, se convirtió en uno de los artífices del programa espacial de la NASA y en el principal diseñador del cohete Saturno V, aquel que llevó a los astronautas a la luna. De hecho, hoy todavía es recordado como un héroe en Estados Unidos. Su fama arribó incluso a nuestra castiza España, donde escribió extensos reportajes en los que divulgaba sus conocimientos y cavilaba sobre lo que depararía el futuro. Uno de ellos fue, precisamente, en ABC en 1972.

Romper moldes

A Von Braun, ABC le dio nada menos que cinco páginas. Normal, pues ya había sido ascendido al Olimpo de los héroes norteamericanos después de que sus conocimientos ayudaran a ganar la carrera espacial a los Estados Unidos. El reportaje analizaba cómo sería la exploración de otros planetas en los años venideros. Aunque el germano, con un tono entre didáctico y de reproche, daba un ligero pescozón a la sociedad en las primeras líneas por no mirar hacia las estrellas con más voracidad y por rechazar de plano la existencia de vida inteligente fuera de nuestro hogar: «Condicionados por una adaptación a la Tierra que data de hace un millón de años o más, rechazamos, sencillamente, la idea de que algún día podamos tener una existencia extraterrestre de cierta importancia».

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Desde luego que el genio de los cohetes no se mordió la lengua. El bueno de Von Braun cargó, con nombres y apellidos, contra los científicos y filósofos más conservadores del espectro. Entre ellos destacaban el historiador Arnold Toynbee o el filósofo Lewis Mumford. «Por muy inútiles que parezcan a sus ojos, los vuelos espaciales dan muestras de que la humanidad intuye que, si no consigue romper las barreras que le impiden salir de la Tierra, su destino tal vez será el debatirse inútilmente contra un futuro tan cierto como el día del Juicio Final». Y solo estaba calentando. Otro de los puntales de su reportaje era el problema de la superpoblación de la Tierra: «Hay signos de que estamos empezando a desbordar las posibilidades de este planeta».

Para combatir contra esta superpoblación, el ingeniero aeroespacial proponía una curiosa solución: explorar los planetas ubicados a nuestro alrededor y poblarlos con humanos. Y el primer objetivo debía ser nuestro satélite. «No hay obstáculos tecnológicos que se opongan de un modo permanente al establecimiento de un nuevo nicho ecológico en la Luna. No es mucho lo que necesitamos para comenzar, y ese algo ya lo tenemos. Hemos demostrado que podemos transportar hombres y equipo», afirmaba. Von Braun estaba convencido de que la clave era enviar un primer equipo que pasara varios meses sobre el satélite. Con los datos recogidos, sería sencillo «establecer una primera base permanente» a la que subieran otros tantos seres humanos. «El salto que hay que dar no es tan grande», sentenciaba.

Según el inventor de las V1 y V2, el mayor obstáculo para establecer una colonia perpetua en la Luna no era otro que «la negativa a aceptar el futuro que, de hecho, nos espera en el espacio». Aunque no negaba que habría que esperar un tiempo para ver los resultados y para que la sociedad abandonara, de una vez por todas, sus prejuicios. «La primera generación nacida en la era espacial está creciendo. Sus hijos buscan un futuro que romperá con los moldes del pasado. Con el tiempo descubrirán que esto es precisamente lo que el espacio les ofrece», sentenciaba. A nivel técnico, o eso creía, no habría problemas, pues la NASA había comenzando a diseñar un «elevador reutilizable» que abarataría los costes de los viajes espaciales.

Bases en la Luna

A partir de aquí, la extrema imaginación. Aunque es cierto que Von Braun solía exagerar sus palabras para conseguir atraer la atención del público, en el artículo de ABC subió un peldaño más. El científico explicó que uno de los caminos más rápidos para que la NASA obtuviese fondos sería fomentar viajes espaciales. «Se podría pensar en organizar vacaciones lunares. Es concebible que algún empresario, antes de finales de siglo, explote de este modo la fascinación del público antes las desacostumbradas experiencias que ofrecen los lugares menos frecuentados del mundo». Creía, y así lo dejó patente, que aquellos que viajaban al Antártico o a las Seychelles «saltarían de alegría ante la posibilidad de hacer un trayecto de ida y vuelta a un hotel espacial Hilton».

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Y aún decía más en este sentido: «Pan American ya ha recibido miles de solicitudes para el primer viaje al espacio y, una vez que se demuestre que la posibilidad de retorno es cierta y segura, es de esperar que este tráfico aumente». Para Von Braun, la experiencia sería más útil para promover el aprovechamiento del espacio que mil aburridas conferencias en el salón de actos de la NASA. «La oportunidad de mirar a la Tierra desde un refugio flotante en el cielo sería irresistible para los que se sienten más picados por la aventura y, cuando estos hubiesen demostrado la posibilidad de hacerlo, los seguidores se contarían por millares», añadía. La dificultad no era mayor –o así lo repitió hasta la saciedad– que haber hecho despegar el Satuno V.

Von Braun bosquejó, incluso, cómo serían las primeras bases levantadas en territorio lunar: «Serán subterráneas, construyéndose centros colectivos de vivienda, de control y otras áreas de trabajo que luego se recubrirán con tierras y rocas». Al menos al principio. Una vez que las colonias estuviesen establecidas, los cráteres serían recubiertos por cúpulas y se crearía en su interior una atmósfera respirable. «Las cúpulas podrán fabricarse a base de un material que filtre las intensas radiaciones solares, o bien cubrirse durante el día, del mismo modo que los astronautas se cubren hoy la cara con los visores que protegen sus cascos», incidía. Por último, auguraba que la presencia de mujeres daría como resultado el alumbramiento del primer niño lunar a partir del año 2000: «Dado que la Luna ha estado asociada siempre al amor, se producirá un proceso biológico normal».

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Aunque el objetivo último siempre sería la investigación. Y es que, las condiciones de los laboratorios lunares permitían «elaborar sueros farmacéuticos» de forma más rápida, realizar avances a nivel genético y hasta fomentar la cría de vegetales y ganado. Por no hablar del descubrimiento de nuevos materiales. «Los experimentos realizados con polvo lunar en la NASA han producido algunos raros efectos en el crecimiento de las plantas. Si se utiliza un poco de este polvo como fertilizante, las espinacas, las lechugas y los rábanos crecen un 30 por ciento más que cuando lo hacen en tierra normal», completaba. Von Braun estaba convencido, en este sentido, de que este tipo de «productos» permitirían a las colonias permanentes obtener agua de forma natural.

El caso de Von Braun es único en la historia, pues pasó de villano a héroe a golpe de tinta de periódico y propaganda. Estados Unidos obvió su pasado. En los sesenta, nadie se acordaba ya de que se había afiliado a las SS. Tampoco de que sus bombas habían sembrado el pánico en Gran Bretaña y segado la vida de miles de personas. No se escribió una línea de que había sido el ingeniero predilecto de Adolf Hitler, durante la Segunda Guerra Mundial y de que tuvo bajo su mando un campo de concentración del que extraía mano de obra esclava para el centro de investigación de Peenemünde. Nada de nada. Tan solo alguna noticia en pequeños diarios locales que fueron obviadas a nivel nacional y cuya importancia se esfumó cuando la televisión emitió aquello de «un pequeño paso para el hombre». Cosas de la historia.

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