centenario de julián marías
Lucidez y humanidad
Durante medio siglo disfruté, ininterrumpidamente, del inaudito privilegio de compartir mesa, un mediodía tras otro, con uno de los hombres más lúcidos que dio la cultura occidental
Al evocar la figura de mi padre, cuando se cumple el centenario de su nacimiento, acude a mi pluma el título de sus memorias: Una vida presente. Presencia constante, sí, de la vida del padre en la vida del hijo, como en la vida de tantos españoles para los que fue ejemplo, modelo, acicate, brújula. A la muerte de Ortega, dijo Julián Marías de su maestro que era como el sol: luminoso y cálido. No describiría mal esta imagen la presencia que matiza, amortigua y complementa, como molde y vaciado, los rigores de la ausencia, del constante preguntarse «¿qué diría, si estuviera, de lo que hoy acontece?». Durante medio siglo disfruté, ininterrumpidamente, del inaudito privilegio de compartir mesa, un mediodía tras otro, con uno de los hombres más lúcidos que dio la cultura occidental del siglo XX. Medio siglo, no de profesoral magisterio, sino de acalorada y dialéctica discusión, compartiendo su capacidad para penetrar la realidad, para explicar lo inexplicable, para dar cuenta y razón del cotidiano acontecer, para humanizar con su mirada –cálida, confiada, generosa– la realidad toda que nos circunda, deja necesariamente un sedimento del que nutrirse durante el resto del tiempo que nos esté asignado.
En tanto cae la noche, el telón de fondo de la bóveda estrellada de los seres queridos que ya no están, del que hablaba Gabriel Marcel, colabora a hacer de este mundo un lugar más confortable y menos inhóspito. Contar en ella con un astro tan luminoso es fortuna inmerecida, como lo es contar con muchos miles de páginas que mantienen para siempre, y para todos, su voz viva.