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mi familia- óscar higares

Un entrañable chico de la calle

El matador madrileño recuerda una infancia feliz, marcada por sus visitas al campo bravo y la casa de sus abuelos en Tetuán

miguel ángel barbero

Reconoce haber sido un niño muy feliz, súper inquieto, muy espabilado y «mañoso», como decía su abuela. Hasta los nueve años su vida se repartió en las casas de sus abuelos. La de los paternos, en la ganadería del conde de Mayalde, donde su abuelo era mayoral, su padre tentaba y todos los primos trasteaban juntos. Como no les gustaba la siesta hacían rabiar a su abuelo Jacinto , que era muy gruñón y les daba con la garrota; aun hoy en día son los momentos más celebrados en las reuniones familiares. Su abuela Bienvenida, que era buenísima, siempre estaba cocinando. Allí vivieron miles de anécdotas, desde que su hermano se cayera al pilón hasta que se colara una vaca brava en la cocina , un día que se rompió un tablón del tentadero que se hacía en el patio.

Con sus abuelos maternos también pasó mucho tiempo, sobre todo en la casa vieja en Tetuán (antes de que a su abuela Tomasa le tocase la lotería y se comprara otra). Era como una casa de vecinos con un patio interior y una parra muy grande. También había un taller de carpintero donde Óscar se metía con su abuelo Manolo y fabricaban patinetes, monopatines, y toda clase de juguetes. Desde pequeño ha sido muy «manitas».

Desde muy pequeño aprendió a buscarse la vida y ayudaba en casa con lo que ahorraba

Su padre se retiró de los toros y su madre, que era peluquera y peinaba a las mujeres en casa, nunca dejó de hacer cosas: vendía «tuppers», montó una tienda de ropa, una juguetería… era muy activa y emprendedora y un ejemplo para Higares, que siempre quiso tener dinero y desde pequeñito trabajó en todo lo que pudo. Desde servir las mesas en el colegio a vender patatas por las casas, descargar melones, recoger papel ... Él anotaba todos sus ingresos y luego se los daba a su madre cuando le hacían falta.

El manitas de la casa

Los tres hermanos (César, con un año más, y Víctor, con tres menos) se querían mucho, pero siempre estaban peleándose y no siempre acababan bien: de hecho, tuvieron una pelea gordísima y estuvieron años sin hablarse.

Antes de mudarse a Usera, a los 11 años, vivieron en Zarzaquemada, en una etapa maravillosa. Como los niños de antes, soltaba la cartera y estaba todo el día en la calle. Lo que más le gustaba era rebuscar en los cubos de basura y sacar juguetes rotos para repararlos.

Sufría el rigor paternal como torerillo pero recibía el calor maternal en casa. El equilibrio perfecto

En la Escuela Taurina empezó una nueva vida, con nuevos amigos. Se colaban en el autobús y el metro y el poco dinero que tenían lo gastaban en un trozo de pan y, los días de suerte, un chorro de ketchup, que les sabía a un manjar. Eran muy pillos pero muy sanos, con una meta muy clara que era llegar a ser figuras del toreo. Todo era superación y rivalidad y un respeto enorme hacia los mayores.

Su padre era muy reconocido por todos los profesionales, con mucha clase y mucho gusto, pero no tuvo suerte y se tuvo que retirar. Cuando Óscar empezó a querer ser torero se unió más a él. Le veía como a un dios. Se iba a entrenar con él los fines de semana y, aunque le daba mucha caña, le tenía mucho respeto y podía estar horas enteras escuchándole. Luego, en casa, su madre le mimaba más; en el fondo, le trataba como al niño que era. Un equilibrio perfecto.

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