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confieso que he pensado

La hora de los emigrantes ilustrados

Muchos de ellos, porque la nostalgia del insular es una pesada losa, retornarán. Y entonces concitarán la admiración de sus paisanos

Santiago Díaz Bravo

Durante décadas, Canarias sólo vio retornar a los emigrantes que habían hecho fortuna. El resto, la mayoría, avergonzados tras su infértil travesía, optaba por permanecer en la emergente Venezuela. Los recién llegados lucían rutilantes ropajes, anchos sombreros de cogollo y ampulosos pelucos japoneses. Sabedores del aura que inviste al éxito, caminaban por las aceras con la seguridad inherente al triunfador, en no pocos casos pavoneándose ridículamente ante sus congéneres. Sobrados de razones, se consideraban justos merecedores de los dulzores que les proporcionaba la vida tras una sucesión de amargos sinsabores.

Los retornados se convirtieron de la noche a la mañana en epicentro de todas las miradas y en paradigma del modus vivendi. De inmediato, cuenta bancaria de por medio, se alzaron al primer escalafón de la provinciana sociedad isleña, donde ejercieron como únicos inversores hasta la eclosión hotelera. Buena parte de la economía giró durante lustros en torno a ellos. Fundaron constructoras, abrieron supermercados e importaron todo tipo de productos. Paradójicamente, carecieron bien de la iniciativa, bien de los conocimientos, para hacerse valer en la que iba a erigirse como principal actividad del archipiélago: el turismo.

La impronta de tales indianos, arrojados emprendedores carentes de formación académica, ha marcado la cotidianeidad de las islas durante generaciones. Su limitada erudición no impidió que popularizaran sus gustos estéticos, culinarios y culturales, además de su modus operandi en el mundo de los negocios, gracias a la permeabilidad de una población tan empobrecida como fascinada por cualquier influencia externa. Provocaron, de facto, una venezolanización , sobre todo de la provincia tinerfeña, cuyas consecuencias se tiñen de claroscuro en un contexto histórico donde acaso hubiera sido conveniente un mayor dinamismo social y empresarial.

Ahora el trance se repite, aunque se añaden contundentes matices. Los jóvenes vuelven a poner el mar de por medio, pero cargan en sus maletas estudios avanzados, idiomas y una visión global del mundo. Les acogen Alemania, Reino Unido, Austria, Holanda o Estados Unidos, donde crecerán en lo profesional y en lo personal. Muchos de ellos, porque la nostalgia del insular es una pesada losa, retornarán. Y entonces concitarán la admiración de sus paisanos; y algunos se pavonearán ridículamente de sus merecidos logros; y aún en el caso de que no se hallen en disposición de aportar demasiado capital, traerán consigo conocimientos, experiencias y vivencias que se convertirán en un valioso recurso, confiemos que en el antídoto capaz de evitar la recaída en los errores de los últimos años. Y no es que me alegre de su marcha, conste, pero trato, cuando menos, de buscar algún rescoldo positivo al triste paisaje que contemplamos día a día.

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