«Si a un paciente se le antoja solomillo, vamos a comprarlo»
Escrivá de Balaguer mandó clausurar la clínica el día que la inauguró, al ver que carecía de lavandería y cocina con las que «primar la dignidad del enfermo»
M. LLUIS
Monseñor Escrivá de Balaguer viajó a Pamplona en 1961 . Venía a inaugurar la clínica donde, por fin, harían sus prácticas los estudiantes de la Facultad de Medicina. Sin embargo, en lugar de darle las bendiciones, el fundador del Opus Dei mandó cerrarla. «¿Cómo ... que cerrarla?», preguntaron desconcertados los allí congregados. «¿Dónde están las cocinas? ¿La lavandería?», respondió el hoy santo con otros dos interrogantes de padre y muy señor mío.
Para Josemaría, diabético y de quebrada salud, el paciente debía estar atendido «con plena dignidad» tanto desde el punto de vista médico como espiritual y humano. Era preciso volcarse en él en cuerpo y alma. Literalmente. Así que el sanatorio cerró unos meses hasta que, en 1962, reabrió definitivamente con la cocina donde hoy se elaboran 800 menús diarios a la carta servidos sobre manteles de tela; con la lavandería donde las cofias de las enfermeras se almidonan y las batas se planchan a mano ; con el exquisito respeto a unos pacientes que son tratados obligatoriamente de usted, recibidos con la bata abotonada y felicitados con una tarta en su cumpleaños. Con la demoledora humanidad de unos padres que acaban de perder a su hijo, pero que, pese a no ser creyentes, confiesan haber descubierto el cielo en la Clínica Universidad de Navarra.
«Aquí lo primero es el espíritu de servicio, adelantarse a las necesidades del convaleciente», subraya la subdirectora, Esperanza Lozano. Para ello, a las seiscientas enfermeras, todas mujeres, «se les imparte un curso de acogida con consejos sobre calidad, seguridad laboral e ideario. El trato al paciente, respeto, confidencialidad, calidad, ética... ». Lo explica Carmen Rumeu, la máxima responsable de ATS, pero queda todavía más claro al ver que un cirujano premia con un libro a un interno que acaba de recibir el alta o al respirar el olor a guiso casero que se propaga por la planta baja.
María Riestra, que lleva 25 años en la clínica y es médica, está al frente de la cocina, donde trabajan 42 personas. Cada tarde, se invita al enfermo a que elija entre los platos que se cocinarán mañana: cinco primeros, otros tantos segundos y postres. Cada receta se prepara triturada, con y sin sal, en raciones para diabéticos, poco hecha o mucho... como haga falta y apetezca. En total, más de cien combinaciones, sin excluir la posibilidad del pedido a capricho.
«Si la enfermera se entera de que el interno ha dicho que le encantaría un solomillo, avisa a la cocina y se lo preparamos. Aunque haya que ir a comprarlo». La comida se sirve en bandeja, siempre caliente, sobre un mantel de tela, que los domingos y festividades señaladas cambia de color . También en los aniversarios y celebraciones personales. Hay que exprimir las alegrías allí donde abundan las penas. Estar en buenas manos y tener quien te la dé. En la clínica no hay horarios de visita, ni en la UCI. Los ingresados en cuidados intensivos se encuentran en habitaciones abiertas, donde puede permanecer un familiar las 24 horas. «Está demostrado que no pasa nada». Lo único que se contagia es el cariño.
Atención religiosa voluntaria
La directora de enfermeras recuerda aquella familia que pidió pasar las navidades con el abuelo hospitalizado. Sabían que era la última Nochebuena juntos y quisieron cenar en su habitación. Se reunieron veinte personas, a las que se sirvió el menú con vajilla y platos a juego con la ocasión.
Los motivos cristianos están presentes en todas las estancias y se celebra misa a las 8.00 horas, a las 12.00 y a las 19.05, para que puedan asistir los médicos que quieran al acabar su jornada por la tarde. También se presta asistencia religiosa, «pero con absoluta libertad», precisa el director de comunicación, Jesús Zorrilla, consciente de que muchos enfermos tienen más fe en la clínica que en Dios. No pocos creen porque meten los dedos en las heridas de sus costados y en las suturas de la operación que en otro sitio no se atrevieron a practicarles. Otros descubren el cielo en el infierno de la enfermedad: profesionales limpios de espíritu, y de cualquier otra impureza.
Casi un millar de personas se encargan de la higiene del hospital pamplonés. Veinte minutos diarios por habitación. Las auxiliares limpian, pero también los pacientes suelen aprovechar para airear trapos sucios. «Cogen confianza y te cuentan su vida». Pueden estar tranquilos. Desde el primero al último trabajador han de firmar una cláusula de confidencialidad que les impide irse de la lengua. Esté ingresado el Rey, un político o quien sea. «Tenemos los mecanismos para garantizar que, si no quieres, no se sepa que estás».
Lo que no existe son habitaciones especiales. Las 330 disponibles ofrecen las mismas comodidades: las básicas. «Buscamos que no haya ningún lujo. Prefiero comprar aparatos a muebles», subraya el director general. Sí hay un tapicero, el único que tiene lista de espera en la clínica. Repara los achaques de las sillas, butacones o taburetes.
También en la lavandería aguardan toneladas de trabajo. 3.200 kilos de ropa se lavan a diario, se almidonan los cuellos del uniforme de enfermera y se planchan a mano las batas de los médicos. «Para nosotros es importante la imagen». De la clínica, que no la de uno mismo. De hecho, el personal ha de utilizar «poca bisutería y maquillaje discreto». Y las ATS, cofia, excepto las de radiodiagnóstico, para que las horquillas no interfieran con los aparatos magnéticos. Lo aclara el doctor Zubieta, director de esta área, que se disculpa por recibir a la periodista en ropa de calle fuera de su horario laboral. «Nos piden bata abrochada y corbata fina, elegante y discreta». Las apariencias no engañan.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete