Los retratos de Pepe Castro: Ana Alcaide
POR MARía José MUñoz
Ana Alcaide. Músico. Instrumentista. Creadora. Desde el principio, allá en el barrio de Malasaña de su infancia, fue la música, y la madre no sabía cómo se las arreglaba la niña de pelo rojo y ojos soñadores para sacarle melodías a aquel pianillo de plástico ... con teclas de colores. Entre hábitos de monjas y aulas del Sagrado Corazón fue aprendiendo el lenguaje de la música, hasta que un violín se posó sobre su hombro en aquella academia cercana.
La niña creció y fue a la universidad, pero su destino no estaba en la biología o la botánica. Muy lejos, en la otra orilla de Europa, algo la estaba esperando, y hasta allí voló a bordo de una beca Erasmus como ese pequeño pájaro migrador de los bosques escandinavos objeto de su proyecto de investigación.
Ana no podía sospechar que Suecia sería el escenario de su historia de amor. Fue solo ver el instrumento, y cayó rendida a sus teclas y cuerdas, a sus maderas de abeto y abedul; pero sobre todo a su sonido ancestral y profundo, a los múltiples matices evocadores de historias de un pasado mágico y medieval. Desde entonces, es una mujer pegada a una nyckelharpa, —o viola de teclas en cristiano—, y lo defiende, difunde y ejecuta con el mismo orgullo con el que posa a su lado en el estudio del fotógrafo, con los ojos dulces y la boca firme mientras que la roja cabellera cae en bucles sobre su espalda.
Ana posa de negro, pero suelen ser blancos sus ropajes de cuento con los que muchos fines de semana, apostada ante la fachada de la catedral de Toledo, muy cerca de Arco de Palacio, tañe orgullosa el instrumento ante los cientos de turistas que deambulan por el casco histórico de la ciudad en la que un día decidió quedarse para sacarle sonidos a la viola de teclas y adentrarse, junto a las melodías nórdicas, en la música sefardí y su legado por el Mediterráneo. Ante un mundo cada vez más superficial y enajenado, dice necesitar la cercanía de una música de raíces atraída por el alma escondida de la ciudad.
Pese a que tiene casi a punto su tercer disco, «La cántiga del fuego» y ofrece conciertos ante otros auditorios, lo que realmente ama es tocar en la calle, auténtico campo de experimentación de sus composiciones, cuando su alma muta en juglar de corte medieval con solo asir el instrumento. A la calle volverá muy pronto, cuando recupere su rutina del nacimiento del pequeño Bruno León, su primer hijo. Y dentro de unos años, para que el niño se porte bien mientras ella compone, quizá le ponga algún capítulo de «Pippi Calzaslargas», la traviesa niña sueca de pelo rojo y simpáticas pecas.
Las primeras noticias que se tienen de una nyckelharpa datan de 1350; se trata de dos figuras grabadas en piedra que tocan este instrumento en la iglesia de Källunge, en Gotland, el mismo municipio sueco donde, para el rodaje de la popular serie, fue recreada la casa de Pippi Langstrum. Casualidades de la vida.
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