Carlos March: «La felicidad no existe, son solo momentos que yo he encontrado en mi jardín»
El cerebro de la entidad financiera más solvente de Europa publica un libro en el que comparte su vasta experiencia botánica, a la vez que traza las líneas maestras de su excepcional personalidad
MONTSERRAT LLUIS
Carlos March es el presidente de la entidad financiera más solvente del continente, la que en julio sacó mejor nota en los test de estrés de la Autoridad Bancaria Europea. En pleno cataclismo de los mercados, acaba de publicar un libro sembrado de ... reveladoras teorías y sabios consejos robados a 35 años de experiencia. Ahora bien, a lo largo de sus 300 páginas no explica cómo disminuir los activos tóxicos o recuperar crédito, sino cómo podar lotos o armonizar mimosas con adelfas, cómo abonar el suelo o cómo calcular el número de perdices que se pueden batir sin mermar la especie.
«Apasionado de la naturaleza, la caza y la jardinería», según su propia definición, el abogado mallorquín de 66 años, nieto del fundador de Banca March, gestiona con igual entrega y eficacia el principal banco español de propiedad privada y un imponente jardín de diez hectáreas avalado por dígitos igual de sobresalientes. 400 especies de árboles, arbustos y tapizantes, 300 variedades de rosales, más de 200 encinas adultas, un lago, un arroyo y su afluente, un umbráculo, dos invernaderos, un cortijo... que, administrados con orden y austeridad en una finca asomada a la Sierra Norte sevillana, le han reportado la máxima rentabilidad posible: «Ratos de felicidad».
Lo confiesa con inusual sinceridad en «Altarejos: un jardín en la dehesa» (Ediciones El Viso), el libro; una obra difícil de definir pero tan fácil de leer, y de ver. Autobiografía. Poesía. Fitología. Cinegética. Fotografía. Mística . Testamento. Arquitectura ecológica. Diario íntimo de una obsesión. Un arrebato de extraversión en un hombre discreto y prudente, cuya fortuna, una de las más abultadas del país, solo su apellido delata. Concebidos, escritos e ilustrados íntegramente por el mismo Carlos March, afloran en los seis capítulos, además de didácticas recomendaciones sobre botánica y plásticas descripciones de su vergel, la inteligencia, la serenidad y la clarividencia del banquero. Quizá incluso con mayor nitidez que en un Consejo de Administración.
En efecto, solo una personalidad fuera de lo común es capaz de convertir un «hobby», la jardinería, en estímulo intelectual y búsqueda obsesiva y hasta dolorosa de la perfección; anteponer el esfuerzo al dinero como vía preferente para conquistar los sueños; creer que el interés personal se alcanza desde el general y que el éxito duradero llega en soledad; ceder a la única ambición de la belleza, adivinar en lo pequeño la semilla de lo que mañana será inmenso y apearse del frenesí de lo material para esperar paciente días, semanas, años, el brote de ese frágil rosal.
—Sorprende que el presidente del banco más saneado de Europa viva con tal pasión la jardinería.
—Es un poco de afición personal y tradición familiar. Mi madre tenía un jardín de cactus en una finca familiar de Mallorca que, probablemente, sea el más importante del mundo. Yo me compré el terreno hace 36 o 37 años en el linde entre Sevilla y Badajoz y empecé a construir el jardín desde cero.
—¿Por qué se fue al sur, cuando la historia de la familia March está en Baleares?
—Consideraba que el entorno era precioso plásticamente. El final por el oeste de Sierra Morena tiene mucho movimiento, buen arbolado, dos ríos que atraviesan la finca... Es también muy apto para la caza, a la que soy muy aficionado. Como reunía estética, naturaleza, belleza, agua en abundancia y aptitudes idóneas para la caza, ahí empecé.
—¿Y por qué la llamó Altarejos?
—Era uno de los nombres de las distintas fincas pequeñas que agrupé para construir la mía, y me gustó.
—El jardín al que dedica el libro queda dentro de la finca, de casi 10.000 hectáreas, cortijo y coto de caza privado incluidos. Pese a su tamaño, será de los pocos lugares que se le escapan a Google. No figura mención alguna en internet.
—Nunca he hecho alarde ni he tenido interés por salir en los periódicos, ni por figurar ni ir a fiestas. Mi familia y yo siempre hemos tenido un comportamiento prudente y discreto, y esa es una de las claves de que hayamos sobrevivido a tantas guerras, líos, historias... No me he preocupado por estar en Google.
—Confiesa en el libro que no le gustan los jardines cursis, pretenciosos, decaídos, botánicos, tópicos, de picoteo, ni el vulgar ni el de esculturas. ¿Cuál es su modelo, pues?
—Me gusta lo que he hecho, el jardín identificado con la naturaleza. Mezcla del informalismo estudiado inglés y la técnica depurada de los japoneses, tan perfectos que el jardín se convierte casi en elemento de religión o meditación. Incluso las rocas se colocan de forma que inducen a pensar.
—¿Los grandes jardines públicos españoles siguen este modelo?
—En España, los jardines no gustan. No hay afición ninguna. De los grandes jardines históricos, el de la Alhambra es superior a todos. Es árabe, con el agua, que tiene que producir rumores, no escandaleras. Encuentro horrorosos los chorros de los jardines públicos. De todos modos, empieza a haber personas a las que les gusta mucho la jardinería y hacen las cosas bien. Pero grandes jardines privados como los de Inglaterra, Italia o Francia, aquí, pocos.
—¿España es buen sitio para un jardín?
—Cualquier sitio es bueno, incluso el desierto. El problema no son las plantas; son los jardineros que se emperran en introducir variedades que no se adaptan para nada a un clima o terreno determinados.
—Tampoco le gustan los eucaliptos, los falsos pimenteros, los sauces llorones, las petunias, los pensamientos, los tulipanes, ni el pino canario...
—Ja, ja, ja. Son caprichos personales. A mí unas cosas me evocan otras. Por ejemplo, ves un eucalipto y te hace pensar en repoblaciones forestales horriblemente hechas en Galicia o Portugal. Un sauce llorón te lleva a imaginar un falso puentecito japonés que no se sabe para qué puñetas es, un lago artificial con nenúfares, un islote orientalizante... Los tulipanes son de un aburrimiento grandioso. Además, te hacen pensar en holandés, no en español. Y sus colores chillones tremebundos...
—Las rosas sí que le gustan. En Altarejos cultiva 292 clases, algunas exclusivas.
—El jardinero con el que empecé en 1977, Gerald Huggan, me plantó unos rosales que sigo teniendo y, cuando florecieron en mayo, me dije: «No es posible tanta belleza. Esta es la mía, voy a llenar el jardín de rosas». Hoy tengo una colección de rosales muy importante, pero creo que demasiados. Voy a ir reduciéndolos. Aquí cogen unos colores algo más agresivos que en Inglaterra, pero prosperan de forma espectacular. Si el catálogo dice que van a crecer dos metros, llegan a cuatro.
—Considera claves las líneas curvas.
—Son básicas. Salvo un caso entre un millón, la línea recta no existe en la naturaleza, ni en el cuerpo humano, ni en nada. Solo existe cuando el hombre decide que es la distancia más corta entre un punto y otro. Es puramente mental. Las hacemos porque queremos y no porque existan, y eso tiene una consecuencia filosófica que es el yo frente al no yo. Si quieres exhibirte a ti mismo, usas la línea recta. Si quieres respetar la naturaleza, se impone la línea que ella hace, la curva. Cuanto más alarde del yo quieras hacer, más líneas rectas trazas. El mío es lo opuesto a un jardín formal. En Versalles se está exhibiendo Luis XIV. Yo no me exhibo para nada, exhibo el jardín.
«Las flores no son románticas»
—¿Le parecen románticas las flores?
—(Largo silencio) Producen un fuerte impacto estético... Pero tal vez no sean románticas. Lo es más una hoja en el otoño que empieza a clarear, cuando los verdes se convierten en amarillos o rojos violentos.
—¿Cuánto tiempo dedica al jardín?
—Todo el que puedo. Los fines de semana, si no estoy cazando, estoy en el jardín. Y tengo a cuatro personas trabajando en él, aunque yo también me remango: de hecho, yo les he enseñado a podar.
—Pasea por el jardín, se sienta a contemplarlo... ¿Cómo disfruta de él?
—Solo. No me gusta pasear con nadie a no ser que tenga mucho interés. A la gente no le gusta el campo. Van por decir que han ido, pero luego se quedan dentro de la casa. Si hace calor porque hace calor, si hay frío porque hay frío, y si hay bichos... Pues lógicamente hay bichos, ja, ja. Así que paseo solo, paso revista con una libreta para tomar nota.
—Confiesa que tiene tendencia a la soledad y al ensimismamiento.
—Sí, tal vez es excesivo, pero bueno...
—¿Qué le transmiten las plantas?
—La belleza de la naturaleza, pero la transmite la planta, no la flor. La flor es una fase en esa belleza. Muchas veces me gusta más el jardín antes de la floración que durante. Para mí, las estaciones más maravillosas son la preprimavera y el inicio del otoño.
—¿Ha encontrado en Altarejos la felicidad?
—Sí. Bueno, la felicidad no se encuentra nunca; pero momentos de felicidad, sí.
—También le ha hecho sufrir: «Me vuelvo masoquista, me apasiona seleccionar errores», escribe en su obra.
—Sí. Hay que aprender a disfrutar algo más y a sufrir algo menos. No puedes tener un afán de perfeccionamiento absoluto porque lo sufres.
—Para aclarar cómo gestionar el jardín recurre a frecuentes símiles con el mundo de los negocios.
—Sí, ja, ja. Me siento cómodo jugando con metáforas del mundo que vivo.
—También hace constantes referencias al precio de las plantas y da consejos de ahorro. Que usted mire el dinero es, cuando menos, chocante...
—Salvo variedades muy raras, las plantas son baratas. Lo importante es que no te engañe el suministrador y negocie contigo descuentos cuando haces grandes pedidos porque te saltas a los intermediarios. Hay gente que quiere plantas emocionantemente exóticas que luego se mueren. Hay que ir a lo que funciona. Si te equivocas en jardinería, has perdido tres años hasta que vuelve a crecer.
—Insisto: me sorprende que un multimillonario sea tan mirado...
—Sí, sí, muchísimo. Lo que sale muy caro son los árboles. Hay diferencias abismales, pero una palmera «canariensis» grande, de tres metros, comprada en Alicante puede valer 400.000 pesetas (2.400 euros).
—Pero usted sí se lo puede permitir...
—Pero los árboles los miro... Y que no se te muera, porque lo pierdes todo...
—¿Cuánto habrá invertido en el jardín?
—No tengo ni idea. Son tantísimos años que... Pero el problema no es cuánto has invertido en árboles, sino el mantenimiento, sobre todo de un jardín de estas características que parece absolutamente natural y no lo es. Que las masas se entrecrucen, pero no demasiado, en horizontal y en vertical, requiere una labor de «finezza» muy especial.
—¿No hubiera preferido invertir esa fortuna en yates, mansiones, coches...?
—No, no, no... Ja, ja. Me gusta tener bien la casa, pero vivirla yo y mis amigos. No tengo ninguna ilusión por esas cosas.
—¿Está terminado el jardín?
—Sí, aunque tengo elementos de remate muy bonitos. Estoy inundando de lirios un riachuelo. Son de una elegancia extraordinaria. Me dan caprichitos tontos. Ahora tengo también el de los espinos.
—¿Espera que sus tres hijos conserven el jardín cuando usted falte? Les deja indicaciones en el último capítulo del libro.
—Sí, dicen que es el testamento... Y, en parte, lo es. Espero que continúen; han nacido en el campo y les gusta muchísimo la naturaleza. De jardinería solo saben lo básico, pero el problema no es saber, sino querer. Si te gusta una cosa, aprendes, y cuanto más sabes, más te das cuenta de que no tienes ni idea.
—¿Qué papel ha jugado su mujer, Conchita, en el desarrollo de Altarejos?
—Enorme. Ahora estamos haciendo juntos un jardín en Mallorca todavía más natural, de tres o cuatro hectáreas, al lado del mar, más húmedo y más salino. Como no hiela, tengo mucha planta de origen casi subtropical y centenares de especies que nunca pensé que podría cultivar.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete