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Cuatro viajeros, 40 millones

Con la llegada de la crisis, las administraciones locales se niegan a costear el mantemiento de estos aeropuertos construidos al calor de las previsiones exageradas y el crédito fácil

Cuatro viajeros, 40 millones

luis m. ontoso

El presidente de Pyrenair, Hugo Puigdefábregas, estalló el pasado mes de septiembre, en una reunión con los representantes de AENA. «Llevo cuatro años volando solo y no puedo seguir ni uno más». Desde que la aerolínea aragonesa anunció la suspensión de sus vuelos, el futuro del aeropuerto de Huesca es una incógnita. Las estadísticas del Gobierno reflejan una media de cuatro pasajeros mensuales, pero, según la prensa local, solo se tiene constancia de los aterrizajes esporádicos del helicóptero de la Guardia Civil y las avionetas particulares.

Pyrenair se niega a seguir utilizando las instalaciones por la sencilla razón de que las cuentas no salen en un aeropuerto destinado, casi de forma exclusiva, a acoger a los esquiadores que visitan el Pirineo oscense durante la temporada de invierno. La situación es aún más desoladora si, como señalan desde la empresa, los patrocinadores públicos esquivan el pago de sus deudas y las administraciones autonómicas y locales, más preocupadas por no desmarcarse de los objetivos de déficit, ofrecen un apoyo titubeante, que no va mucho más allá de las buenas palabras y las declaraciones de intenciones.

La (omnipresente) fórmula de la subvención pública para mantener a flote los aeropuertos con menor demanda, en forma de fondos públicos destinados a las aerolíneas que operan en sus pistas, se ha visto relegada por la crisis. La consecuencia directa ha sido la proliferación de los «aeropuertos fantasma», el abandono de unas instalaciones cuyos planes de negocio excesivamente optimistas se diseñaron en tiempos de bonanza económica, cuando el crédito resultaba accesible y nadie se preocupaba demasiado si las autonomías multiplicaban sus números rojos.

Inversiones millonarias

El caso del aeropuerto de Huesca es menos conocido, pero, probablemente, ilustra con mayor precisión que el de Ciudad Real o Castellón los excesos presupuestarios que padece la red de infraestructuras. Su gestión —al igual que la de Reus— le corresponde a AENA, el gestor aeroportuario que depende del Ministerio de Fomento. Es decir, su financiación procede en un 100% de las arcas públicas. En un intento por despertar in extremis la demanda y atraer a las compañías de bajo coste, AENA realizó en los últimos años varias operaciones de reforma de terminales y ampliaciones de pista en los aeropuertos con menos de 50.000 pasajeros al año, con su correspondiente gasto. Los resultados han resultado, cuanto menos, cuestionables: en lo que llevamos de año, Logroño y Córdoba han perdido un 33% y un 13,5% de los pasajeros, respectivamente. El primero languidece tras la decisión de Air Nostrum de suspender sus rutas a Barcelona, mientras que el andaluz, a 9 kilómetros de una estación del AVE, carece de vuelos regulares.

¿Cuál fue la justificación para costear unos proyectos cuyo plan de negocio hoy día parece utópico? Gracias a las previsiones de tráfico desproporcionadas, el gestor revistió de rentabilidad económica lo que únicamente sostenía intereses territoriales. Para Gerona —que cuenta con gran afluencia de pasajeros, pero ha reducido su demanda de forma significativa durante los últimos meses— AENA preveía un tráfico en 2010 de 6,81 millones de viajeros. Acabó el año en 4,86 millones. Con Reus, la brecha fue mayor: para el año pasado, el plan del gestor reflejaba un tráfico de 2,93 millones de pasajeros, un 107% más que los 1,42 millones que se registraron al final. En cualquier caso, a partir de hoy —fecha en la que Ryanair hará efectivo el abandono de sus rutas—, la cifra resultará incluso apetecible, porque la alternativa a mantener ese pulso con las «low cost» es convertirse en un nuevo erial en el mapa de los aeropuertos españoles.

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