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Las Ventas despide hoy al más clásico

CARLOS ABELLA

Antoñete ha sido uno de los más grandes y mejores intérpretes del toreo clásico, del toreo eterno, del toreo puro, sin concesiones, sin efectismos. Su verónica fue pura, de ampuloso juego de brazos, y su media verónica fue un remolino belmontino, de inolvidable recuerdo. En sus manos la muleta se desplazaba potente y plena, al servicio de un concepto íntegro, cristalino. Su natural ha sido uno de los más preciados metales del toreo, acompañada la embestida del toro de su compás natural, con la suerte cargada, y la figura, al servicio de una extraordinaria composición. Torero clásico en los remates, su pase de pecho fue el que resulta de traer el toro desde la cadera y para ello no era preciso forzarlo en el hombro contrario. Su trincherazo es un monumento dórico y jónico a la escultura. Y tuvo su adorno la gracia justa, seca, derivada de todo su concepto elegante y siempre austero, tan de Madrid.

Fue un gran torero en los cincuenta y en los sesenta cuando dejó para la memoria de Las Ventas la faena más sugerente y pura de su historia al toro «Atrevido» de Osborne. Y en su segunda reaparición, ya en los primeros años ochenta, los que no le conocían y los que no le habíamos olvidado, volvimos a disfrutar de la versión más añeja de su toreo, con aún más sabor pero menos físico. Y con esas distancias en los cites y esas sabrosas pausas en la cara del toro que permitían regodearnos en lo contemplado. Ha sido el torero al que más he admirado, al que más he seguido —Bilbao, Barcelona, Jerez, Tudela, Bayona, Logroño, Sevilla, San Sebastián de los Reyes— . Le he tratado personalmente apreciando su sencillez y bondad, y he admirado su impagable ciclo vital, desordenado, bohemio. Su apagada voz ha sido el fondo sensato y cabal de las retransmisiones de Canal + de estos últimos años. No olvido su salida a hombros después de su frustrada retirada de los años ochenta, entre lágrimas. La vi paralizado desde las escalera de Las Ventas, como la pérdida de un ídolo al que la gente sacó a hombros por la Puerta Grande sin haber cortado ninguna de las reglamentarias orejas, porque ¡al cuerno la ley! cuando aquello fue un sentimiento.

En mis libros le he dedicado los más acalorados elogios, y en una inolvidable comida en el restaurante Salvador, el 11 de septiembre de 2001, pude escuchar de sus labios la evocación de su grandes tardes en las plazas de todo el mundo, mientras Bin Laden declaraba la guerra al mundo civilizado derribando las Torres Gemelas de Nueva York. Y quién me iba a decir que el niño admirador que fui de él dispusiera en nombre de la Comunidad de Madrid todo lo necesario para que hoy a las 9 de la mañana la sala Alcalá de Las Ventas —donde se expondrán el vestido malva y oro de su última salida a hombros y varias fotografías que evocan su toreo— sea el escenario ritual de la despedida que la afición de su Madrid le va a poder dispensar en la que fue su plaza. Y que así se cumpla la voluntad de su familia y la de Antoñete. Allí estaremos quienes sentimos admiración profesional y humana por un grande del toreo y un personaje único de nuestra Historia.

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