Miró, el compromiso ético de un resistente
La Fundación Miró de Barcelona, en colaboración con la Tate Modern, desvela la respuesta creativa del artista a su tiempo a través de 170 obras
NATIVIDAD PULIDO
No tenía la arrolladora personalidad de Picasso ni de Dalí, tampoco destacó por sus afiliaciones políticas. Salvo el revolucionario arrebato que le llevó a querer asesinar la pintura (un mal día lo tiene cualquiera), siempre hemos imaginado a Joan Miró ensimismado, encerrado en su torre ... de marfil, aislado en su fértil y rico mundo creativo, mitad naif mitad surrealista, soñando entre constelaciones, pájaros y estrellas. Y, pese a tener un mucho de todo ello, también fue un hombre comprometido con su tiempo. Esa es la tesis de «Joan Miró. La escalera de la evasión» , que recala en la Fundación Miró de Barcelona (hasta el 18 de marzo) tras su exitoso paso por la Tate Modern de Londres y antes de llegar a la National Gallery de Washington. Es la mayor antológica del artista catalán en las últimas dos décadas. Patrocinado por la Fundación BBVA, es un proyecto abanderado por Vicente Todolí y Rosa María Malet.
El artista catalán sufrió a su modo, se evadió a su modo, resistió a su modo, luchó a su modo... Con rabia contenida. Gritando en silencio. Las primeras décadas del siglo XX las vivió muy apegado a su tierra. Pasó largas temporadas en la masía familiar en Mont-roig (Tarragona). De esta etapa se exhiben obras tan significativas como «La Masía», que en su día perteneció a Ernest Hemingway. La dictadura de Primo de Rivera provocó en Miró una reacción defensiva: su pintura se puebla de payeses, en cierta forma un alter ego del artista.
El «Guernica» de Miró
Con el estallido de la Guerra Civil su pintura se vuelve más airada y salvaje que nunca, pero paradójicamente también más poética. Cuelga en la exposición una obra maestra absoluta de Miró: «Naturaleza muerta de zapato viejo», préstamo del MoMA y que el artista consideraba su «Guernica». Un trozo de pan, un tenedor clavado en una manzana, pintados con sorprendentes colores eléctricos, muy psicodélicos, reflejan la tragedia. Colaboró con la causa republicana. De estos años son sus obras más reivindicativas. Como la maqueta de un sello con la inscripción «Aidez l'Espagne» (Ayudad a España). Nunca se editó, pero sí se hizo en pochoir, presente en la exposición. Y recibió el encargo de un gran mural, «El segador», para el Pabellón de la República Española en la Exposición Internacional de París en 1937, que desapareció. Otra joya de la exposición es la acuarela «Mujer en rebelión», del Pompidou: una mujer con una hoz en la mano sale de un edificio en llamas.
Monstruos en Barcelona
En una sala se enfrentan dos series maravillosas, pero conceptualmente opuestas: en una pared cuelgan las 50 litografías de la serie «Barcelona», en blanco y negro, pobladas de monstruos. Es su forma de expresar la desesperación en los años de la dictadura franquista. Frente a ella, siete ejemplos de una de sus series más bellas y célebres, las «Constelaciones», todo poesía, color y contemplación. En 1940 Miró regresa a España. Se instala en Mallorca. El exilio físico deja paso a un exilio interior, si cabe aún más doloroso que el primero. «Durante estos años trágicos —escribe Miró a su galerista parisino, Pierre Loeb— no he dejado de trabajar ni un solo día, gracias a lo cual he podido conservar el equilibrio; gracias al trabajo he podido mantenerme de pie, de otro modo me hubiera hundido y hubiera sido la catástrofe». En los 60 y 70 ejecuta series de grandes trípticos. Tres de ellos, espléndidos, ocupan sendas salas que semejan capillas mironianas. Por un lado, el tríptico «Azul», que pinta en su nuevo taller diseñado por Sert en Mallorca. Por otro, «Pintura sobre fondo blanco para la celda de un solitario», en el que reduce su lenguaje pictórico a una sola línea negra. Es la ausencia, el vacío total. Ese solitario en su celda podría ser el propio Miró. El tercer gran tríptico es «La esperanza del condenado a muerte», que dedica a Salvador Puig Antich, anarquista condenado a muerte por el franquismo. Es una de sus obras más claramente políticas. Miró, que ya ha cumplido ochenta años, aplica en ella las manchas de pintura con gran rabia y violencia. Mayo del 68 vuelve a encender la mecha mironiana: quema sus lienzos (algunos cuelgan con cables del techo de la sala). La exposición se cierra con tres esculturas totémicas («Sus Majestades»), en las que Miró vuelve a estar conectado con la tierra. Se cierra el círculo. Como epílogo, cuatro pequeños lienzos negros con unas casi imperceptibles líneas blancas. Su pintura ya se ha reducido a lo más esencial. Son el perfecto ejemplo de la humildad y la ambición artística de Joan Miró.
En 1979 fue nombrado doctor «honoris causa» por la Universidad de Barcelona. En su discurso un anciano Miró dijo: «Entiendo que un artista es alguien que, entre el silencio de los demás, utiliza su voz para decir algo y que tiene la obligación de que no sea algo inútil, sino algo que preste servicio a los hombres».
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