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«No nos protegían. Nos mataban»

En la morgue del Hospital Copto se suceden las escenas de dolor y los reproches a los militares egipcios

PAULA ROSAS

«Una tanqueta atropelló a Maikel y salió despedido por los aires. Corrí hacia él para proteger su cuerpo, porque a pesar de que ya estaba muerto seguían pegándole, y un soldado, mientras me aporreaba, me gritaba “puta, infiel, te vas a ir con él”». A la joven Vivian Magdi, de 23 años y viuda antes de casarse, ya casi no le quedan lágrimas y solloza suavemente, agotada, inmersa en una nube de irrealidad. «No teníamos armas», repite, inconsolable, como un mantra, «nuestra única arma es la cruz».

Ha pasado media noche agarrada a la mano de su prometido, de la que se soltó en medio de la manifestación del domingo, y espera entre la muchedumbre que se agolpa a las puertas de la morgue del Hospital Copto de El Cairo a que saquen su ataúd para acompañarlo hasta la catedral de la capital.

El patio del centro sanitario está lleno de jóvenes viudas como ella. No cabe más dolor. En el interior de la morgue apenas hay espacio para moverse. Los cuerpos, tendidos en el suelo y cubiertos por sábanas ensangrentadas y pequeñas estampas de santos y vírgenes, ocupan casi todo el piso y la única mesa de autopsias. Bajo las mortajas, hematomas, cortes y miembros aplastados por las ruedas de las tanquetas, las huellas de la noche más violenta desde el triunfo —hoy discutido— de la revolución.

Varias decenas de familiares y enfermeros se apiñan en la pequeña cámara mortuoria y suplican a los periodistas que fotografíen a los cuerpos «para que nadie pueda decir que es mentira», grita un hombre de mediana edad mientras levanta una de las sábanas para mostrar el cuerpo desfigurado de un adolescente. La cabeza ha quedado aplastada de tal manera que su cara esgrime una sonrisa imposible.

Varios amigos intentan consolar a Vivian, que apenas responde ya a caricias y abrazos de los que van llegando de nuevas al hospital. A su lado, Ahmed Said quiere mantener el tipo y contener las lágrimas entre los alaridos de dolor de madres, viudas y hermanos. «Soy musulmán, pero Maikel era y será siempre mi hermano. Maikel era yo y yo era él», asegura con un quiebro de voz. Ahmed culpa a la junta militar y a los medios islamistas radicales de avivar el fuego de la violencia, de prender la mecha de la lucha sectaria. «Lo que se decía anoche (por el domingo) en la televisión estatal era inconcebible. Han conseguido que la situación siga empeorando», opina el joven.

«Queremos protección. El Ejército nos mata. Los musulmanes nos matan. ¿Qué podemos hacer?» se pregunta Mina Yusri, otro de los amigos del desdichado Maikel. «Ahora, si vas con el pelo descubierto, puedes tener problemas, te increpan a gritos y te lo quieren cortar», interviene Amal Sabry, hermana de otra de las víctimas. «El Ejército se ha aliado con los salafistas y con los Hermanos Musulmanes y hace estas cosas para complacerlos», asegura la mujer. Una idea que ha empezado a calar hondo entre los coptos.

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