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La Chapi

ABC

POR MANUEL PALENCIA

Bajando desde «las cinco calles» por la calle Chapinería o de la Feria en dirección a la puerta del Reloj, o de los Reyes, o de las Ollas, o del Niño Perdido, se encontraba aquel moderno antro de la cultura toledana que dio en llamarse la Chapi o Chapinería. Ya no andaban por allí los artesanos embebidos en la manufactura y venta de chapines, zapatillas y alpargatas; habían sido sustituidos por un nuevo gremio de jóvenes artistas exaltados que perseguían afanosamente buscar la vida en aquella singular y empinadísima varga. Dentro se empinaba solo el codo, y era una grata llanura, una academia, una platea de proyectos, intenciones y deseos, donde igual podías encontrar al genial pintor en ciernes que al ceramista descabellado; al poeta incomprendido junto al diseñador de espacios zen; al escultor de materiales inverosímiles con el músico de sensibilidad desgarrada.

Desde que Argimiro cerrara La Zumería –local que ocupaba solamente la barra de la posterior Chapi– y ambos espacios se unieran, hasta que el bar se clausuró definitivamente, pasaron por allí un sinfín de empresarios y camareros además de diferentes ambientes, de manera que podríamos decir que todos los toledanos tuvimos una época en la que la Chapi fue nuestro bar. Todos recordaréis la cuesta inundada de gente, de principio a fin, unidas las clientelas de la Chapi y la Viña en un maremágnum ensordecedor como una festiva toma del Palacio de Invierno.

A mí me tocaron los últimos ochenta y primeros noventa; y si hubo algo de lo que disfruté allí especialmente en aquellos años, fue del ambiente musical. El pecho de Andy y, posteriormente, La fe de los necios fueron los grupos en los que enraicé mi sentir y, en ocasiones, mucho más. Los inolvidables riffs de guitarra de Miguel, la contundente batería del Pelas, los armónicos y el saxo salvaje de Mario, unidos a las expresionistas y sobrecogedoras letras de José Pedro Muñoz, marcaron un antes y un después en mi filiación musical. Luego, vino la época de compartir con La fe vida, ensayos y conciertos.

En la barra de aquel bar quedaron impresas las ilusiones, las heridas, los mitos de nuestra huida hacia adelante, las palabras húmedas apenas pronunciadas que anunciaban el amargo ocaso de tantos sueños. A veces, igual que la hermosa vida, llegaba la muerte hasta las orillas de aquella Venecia; entonces, las fantasmagóricas imágenes pintadas por José Pedro Martínez Ron se transformaban en eso, en espectros turbadores y acechantes. Juan, ese día, pidió una botella de tequila. La apuró en tres tragos antes de estrellarla contra la pared. Luego saltó al interior de la barra y, sin que nadie se le opusiese, fue destrozando minuciosamente todo lo que encontraba a su paso. Cuando terminó, agotado, se sentó en el suelo y rompió a llorar. Supimos más tarde que el médico le había pronosticado que no llegaría a Navidad. Era octubre. Veintitrés días después nos dejó. Todos le disculpamos ¿Cómo no perder la cabeza cuando se va a perder la vida? Sin embargo, aceptábamos a la parca como solo los muy jóvenes o muy viejos pueden hacerlo. Debió de ser por entonces cuando se grabaron en mi mente las sabias palabras del autor del Lazarillo: ¡Qué terrible animal son los veinte años!

¡Pero era bello aquel bar! Al mediodía, con el vermut en la mano, los rayos de un sol invernal y amable nos acariciaban incidiendo dulce sobre nuestros cuerpos. Fue un domingo por la mañana. La noche anterior, muy cerca, en el Rojas, habíamos asistido sobrecogidos a la desoladora obra de Fassbinder, Sangre en el cuello del gato , puesta en escena por el Teatro de la Ribera. Desde el callejón del Codo, fumando un cigarrillo, contemplaba a mis amigos comentando la obra en la entrada del bar. Estaban allí Carlos, Mario, el Búho, el Tiberio, Hermes, Jechi, Adolfo, Pepe Alonso, Alicia, la Chori y el Lagartija. Era el mes de enero, pero el sol brillaba con fuerza; sin embargo, la sombra de ninguno de ellos se proyectaba sobre el suelo gris de la calle que latía caliente aquel día. Estremecido por el descubrimiento, yo mismo salí del callejón mirando hacia el astro que me cegaba implacable desde la catedral. Poco a poco fui girando mi cuerpo hasta descubrir en el suelo la terrible ausencia. No dije nada. Me coloqué la gorra y entré a pedir otro vermut. En cierto modo, ya intuía que todos guardábamos aquella sombra en nuestro interior, en una perpetua lucha, en una fiera y lánguida turbación, encarcelada junto al frío misterio de cada uno.

Salí y me senté junto a ella, nos miramos unos segundos a los ojos; todavía hoy recuerdo bien su silencio, hiriéndome como un rayo de lucidez.

Suena a lo lejos un piano

tocando esa melodía inevitable

que explica a los hombres su agonía.

Es el eco de un dolor,

la seda arrancada de la herida,

el acuerdo sellado en la penumbra.

Si esa música tuviera letra, diría:

Tendrás nombre y poco más,

ausencias dolorosas, silencio;

un mar de dudas, una derrota;

absurdas esperas y muchos tropezones

en este baile de malditos,

a veces, hasta ganas de matar

…y de morir.

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