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LA GARITA DE HERBEIRA

Arte, femineidad y humanismo

La vuelta a la femineidad que propone Márgara está expresada en formas orondas, sin aristas

ALFONSO DE LA VEGA

SI buscásemos en qué «ismo» encuadrar la obra de la castellana pero coruñesa de adopción Márgara Hernández acaso podríamos hacerlo en el feminismo más armónico, exquisito, verdadero, muy lejos de los abusos de los o las que lo asimilan a un feroz y violento machismo cambiado de signo.

En la obra de Márgara hay recuerdos de otras creaciones y de otros universos. Así, del Fernand Léger de Dos mujeres o El almuerzo . Del Gauguin pintor de la mujer y la naturaleza de otros mundos considerados desde su exótica lejanía, más puros y nobles que los nuestros tan agobiados por el sentimiento de culpa, el pensamiento dirigido y el modo occidental de entender las cosas. Del Botero más risueño, templado, que mantiene escondida su producción de monstruos. El del guerrero bizarro que guarda los propileos del coruñés museo del hombre. No lejos de allí, también existe una estatua en bronce de la famosa sirenita entre las rocas junto al mar. Se ve poco, hay que fijarse bien, pues acaso por friolera, o por esa manía española tan nuestra de menospreciar a nuestros talentos ante los relumbrones foráneos no ocupa un lugar prominente. Acaso porque los humanos no conocen ni agradecen los desvelos de las sirenas. O quizá sí, según se mire. Resguardada del pertinaz viento del nordeste, protege a los bañistas junto a una pequeña cala en el curruncho del Orzán. Para Márgara la heroína de Andersen no es la criatura del azul a la que su abuela, reina madre del mar, explicaba que era preciso sufrir para parecer noble.

Al cabo, la vuelta a la femineidad que propone Márgara está expresada en formas orondas, sin aristas, de paradójica ingravidez, reminiscencias del círculo como manifestación de la perfección en un homenaje a la mujer como la criatura más perfecta de la Creación, expresión plena, casi autosuficiente, de lo sagrado.

Márgara no suele prodigarse demasiado en exposiciones. Sin duda son importantes, resultan necesarias en el mundo en que habitamos, modos de asentar la autoestima y la conciencia del propio valer, pero también fuente de stress, de prisas, de compromisos con lo más contingente cuando nos vemos arrastrados al vórtice vertiginoso de la tiranía del tiempo que nos acosa y nos disuelve en su frenesí.

De esa manera ya no es fácil captar el gesto, la sonrisa incierta, la fijación eterna de la fugacidad de un instante, de una emoción inadvertida, la serenidad de una mirada búdica que se abisma en el infinito. La coquetería, la indolencia voluptuosa, el reposo merecido… La búsqueda de la serenidad, de la contemplación que es definida por nuestro Valle-Inclán más místico como manera absoluta de conocer, una intuición amable, deleitosa y quieta por donde el alma goza de la belleza del mundo, privada del discurso… innecesario cuando sujeto y objeto se convierten en uno.

Entro al interior de sus piezas para descubrir estados del alma, arquetipos primordiales de serenidad y armonía de un universo recién nacido, sonidos y colores de las primeras vibraciones preternaturales de la música de las esferas, luces expandidas de la primera conciencia en su esfuerzo por Ser. El milagro es que sólo son vacío de arcilla moldeada, criaturas de terracota, ¿cómo nosotros mismos?

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