Desde los arrayanes en la Patagonia a las sabinas del Atlas, hacemos un repaso a los bosques más impresionantes del planeta
Bien afianzado sobre el terreno, todopoderoso e irreductible, el General Sherman no teme a Dios ni al Diablo. No hablamos, claro está, del prestigioso militar de la guerra de Secesión norteamericana, sino del notable espécimen botánico que lleva su nombre desde 1879, cuando al entonces naturalista James Wolverton, quien había actuado a las órdenes de aquél como teniente del 9º de Caballería de Indiana, se le ocurrió adjudicárselo. El General Sherman es una vetusta secuoya gigante (Sequoiadendron giganteum) -se le calculan entre 2.300 y 2.700 años de edad- que, todavía hoy, medra junto a sus parientes (en su mayoría anónimos) dentro del californiano Sequoia National Park. En el cartel situado junto a su base podemos leer, en inglés, lo siguiente: «Este árbol no es el más alto, ni el más ancho, pero el volumen total de su tronco hace de él el más grande de La Tierra».
El volumen aludido, dicho sea para satisfacer curiosidades, se cifra en 1.487 metros cúbicos (si fueran de agua, una sola persona tendría para tomar una ducha diaria durante 27 años). Aunque no concurrieran en el General Sherman otras medidas descomunales -sus 83,8 metros de altura y sus 31 de circunferencia-, esta primera bastaría para incluirlo, sin discusión, en la categoría de los árboles extraordinarios. Ahora bien: ¿cómo definimos tal categoría? No existe, evidentemente, un criterio único. La altura, la edad, las dimensiones, la longevidad y -¿por qué no?- la supervivencia en condiciones extremas y hasta los contornos extraños o disparatados son, juntas o por separado, estipulaciones a tener en cuenta.

Máxima longitud
Empecemos por la altura, para no salirnos del ámbito de las secuoyas. Durante siglos se pensó que el récord, en este aspecto, lo ostentaban los eucaliptos australianos, algunos de los cuales rondan los 100 metros. Hasta que, mediados los 60 del siglo pasado y tras numerosas mediciones efectuadas entre las secuoyas rojas (Sequoia sempervirens) del parque nacional Redwood, ubicado asimismo en California, el doctor Paul Zahl se topó con una que alcanzaba la increíble cota de 111,60 metros, la máxima longitud registrada hasta hoy para un ser viviente en el Planeta.
Pero las marcas mundiales californianas no se limitan a los árboles más grandes (las secuoyas gigantes) y a los más altos (las secuoyas rojas). Porque aquí se halla, conjuntamente, el más longevo de los estudiados hasta ahora: el pino de Great Basin (Pinus longaeva), que también prolifera en las vecinas montañas de Nevada. Su prodigiosa supervivencia se debe tanto al aislamiento de su hábitat (sobre los 3.000 metros de altitud) y a su lento metabolismo como a la carencia total de enemigos naturales. Los especialistas en Dendrocronología han dado con un ejemplar cuya edad estiman en ¡4.862 años! Ni que decir tiene que se le considera el patriarca universal de las especies vegetales.
Es indudable que las excepcionales condiciones geográficas y climáticas de California son determinantes para semejante multiplicación de singularidades botánicas. Aunque tales condiciones constituyen sólo el primero de dos factores. El segundo es de índole histórica. Mientras la vieja Europa sufrió siglos de continua deforestación a manos del hombre, el continente americano, mucho menos poblado, apenas padeció un proceso similar hasta la llegada de los primeros colonos.

En 1846, tras invadir México, los Estados Unidos se anexionaron, entre otros, los territorios de la Alta California. Solamente dos años después, la fiebre del oro provocó una incontrolable oleada de buscadores de fortuna que, necesitados de madera para explotar sus concesiones, cayeron como una plaga sobre los bosques vírgenes californianos. La destrucción afectó principalmente a las secuoyas rojas, ya que las empresas aserradoras no tardaron en descubrir que la consistencia de su madera era mucho más notable que la de la especie gigante, resistía mejor al fuego por el bajo contenido en resina de su corteza, se dejaba pintar con más facilidad y, como remate, dada su riqueza en taninos, estaba a salvo de los procesos de putrefacción causados por hongos e insectos. En la actualidad, transcurrido poco más de siglo y medio desde aquel acontecimiento, solamente sobrevive un 5% del bosque primario.
El grosor de los baobabs
Respecto al grosor, la palma se la llevan los baobabs, árboles del género Adansonia, del que existen ocho especies: seis africanas, una nativa de la península Arábiga y otra de Australia. Con su tronco escindido en varios segmentos, el Glencoe Baobab (Adansonia digitata), localizado en la provincia de Limpopo, en África del Sur, se consideraba el árbol más corpulento del orbe, antes de partirse en dos en 2009. Hasta entonces, su diámetro era de 15.9 metros, o sea, que su circunferencia medía ¡47 metros! Su relevo puede estar en un ahuehuete (Taxodium mucronatum) de Oaxaca, Méjico, cuyo diámetro llega a los 14,36 metros. Se dice que bajo uno de estos «viejos árboles de agua» (eso significa, en náhuatl, ahuehuete) lloró Hernán Cortés durante la famosa «Noche Triste». Añadiremos, como dato anecdótico, que hay uno en el parque de El Retiro de Madrid, plantado probablemente en el primer tercio del siglo XVII.

En Islandia, muy cerca del círculo polar ártico, el abedul (Betula pubescens) y el serval de cazadores (Sorbus aucuparia) son ejemplos de árboles extraordinarios por su capacidad de supervivencia en condiciones extremas. Y no sólo han sobrevivido al frío y a la larga oscuridad de los inviernos boreales, sino al hombre. Después de la glaciación del Pleistoceno, el terreno fue colonizado por estas especies. Luego, desde que en el año 874 comenzaron a llegar los colonos vikingos, la presión forestal para proveerse de madera y forraje para el ganado ha sido exhaustiva. De lo que una vez fue una isla colmada de bosques tan solo queda de éstos el 1% de su extensión. El ejemplo más cercano de lo que pudo ser antaño la floresta islandesa lo encontramos en el cañón de Ásbirgy, dentro del parque nacional de Jökulsárgljúfur. Debido a su aislamiento la flora nativa no representa -a diferencia de Alaska, Siberia y Escandinavia- una vegetación zonal para aquel clima. Es por eso por lo que a principios del siglo XX se iniciaron ensayos con piceas, pinos y abetos, árboles que se dan en áreas de la misma latitud, con el fin de restaurar en lo posible la erosión que padece la isla.

Sabinas y cedros
Existen especies arbóreas destacables, en fin, por su enorme valor natural, social, cultural, histórico y económico, amén de por su escasez o por su belleza paisajística u ornamental. Las sabinas (Juníperus thurífera o J. phoenicea) de la cordillera del Atlas, en Marruecos, son especialmente hermosas. Algunas las hemos visto en las apartadas laderas del macizo del Bou Naceur, con sus troncos retorcidos, creciendo a más de 2.000 metros de altitud. La sequedad del ambiente acentúa el color grisáceo de sus troncos y ramas, realzando el contraste con el verdor de sus hojas perennes. Maltratadas por el pastor y su ganado, subsisten a duras penas. Sería deseable un tratamiento de rehabilitación, no sólo por su papel protector del suelo o por la incomparable exquisitez de sus siluetas recortadas sobre el desierto, sino para que los nómadas puedan continuar en el futuro aprovechando la leña seca y el forraje para sus animales.
En las laderas del Jbel Ayachi, asimismo en medio del Atlas, justo antes de las estepas que anuncian las estériles dunas del Sáhara, perduran los últimos cedros atlánticos (Cedrus atlántica). Hieráticos y majestuosos, parece como si se enorgullecieran de ser los testigos solitarios de otrora mejores condiciones climáticas. En este apartado lugar, el aroma embriagador de su resina es la única fragancia que flota en el aire. Su incierta presencia nos transmite, al contemplarlos, una sensación inefable. Y nos entristece saber que, a diferencia de las secuoyas, carecen de «los anillos de hadas», los cuales propiciarían la renovación del bosque.
La pureza del arrayán
El arrayán (Luma apiculata), satura con un colorido absolutamente inusual la península de Quetrihué («donde hay arrayán», en mapuche), bañada por las aguas del lago Nahuel Huapí, en Argentina. Este bosque casi puro, con mínima presencia de otras especies, es una singularidad de la Naturaleza, un paisaje único en el mundo. El matiz canela rojizo de las cortezas, plagado de manchones blanquecinos, contrasta con el verde intenso de las hojas. Cuando el sol traspasa el follaje, crea en su interior una atmósfera de tonos ocres, a la par tenue y fantástica. La misma, según dicen, que inspiró a Walt Disney las correspondientes secuencias de su película Bambi.
Y terminamos esta minigalería de árboles extraordinarios con el vistoso cortez amarillo (Tabebuia ochracea), distribuido por varios países de Centroamérica. Se asegura que tener uno en el patio es una «cuestión de honor», porque quien así lo hace posee una certeza: no hay otro más bello en el orbe entero. Pudimos verlos en Nicaragua, solitarios aquí y allá, salpicando con el amarillo intenso de sus flores el verdor comprimido de los bosques de otras especies, que hacía descollar aún más su colorido.


