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«Cada día que pasa lo tengo más difícil»

Contador, habituado a superar obstáculos, no renuncia a nada, pero teme que le pese el Giro

J. G. P.

«No me gusta correr como hoy, pero tengo que adaptarme», confesó Alberto Contador en la meta. Entró con Evans, Basso, Frank Schleck y el magnífico Voeckler. A sólo dos segundos de Andy Schleck. A 27 de Samuel y a 48 de Vanendert, el vencedor del día. Empate técnico. «No he tenido un mal día. Espero ir mejor en los Alpes». Contador, el instinto ofensivo, anda a la defensiva. «No he tenido demasiados problemas para seguir los ataques de Andy. Eso me anima». No pierde; tampoco gana. Y le pesa. Arrastra un bozal en su rodilla. No puede morder. Y es un ciclista canino, que disfruta con las presas. En este Tour de tantas caídas es sólo uno más en la jauría. Y le duele. «Cada día que pasa sin recortar tiempo me lo pone más difícil», lamenta. «Quizá mi calendario no ha sido el más idóneo para venir al Tour». ¿Le empieza a pesar el Giro?

Da igual. No se rinde. Contador sólo mira hacia atrás justo ante de atacar. El resto de su vida ha mirado hacia delante. De pequeño, su madre no le podía perder de vista. El crío metía los dedos en los enchufes. Le atraía el riesgo. Y las descargas no le acobardaban. Tenía un punto silvestre. Un chaval de genética rural metido en una ciudad dormitorio de Madrid. Enjaulado. Siempre andaba dándose golpes. Ni así frenaba. «Jugaba al fútbol con escayola», recuerda Fran, su hermano. Alberto era un pieza. Y rebelde. Fran, tres años mayor, se había quedado con la litera de arriba. El enano siempre se la disputaba. Acababan a tortas. Pronto se vio que el pequeño podía con el grande.

«Papá, dile a Alberto que no puede venir con nosostros, que no le vamos a esperar», rogó Fran. Pero no hubo manera. Alberto se empeñó en seguirles con su vieja bicicleta, su chándal y su culotte casero. Claro que les siguió. Y poco después, una mañana en el repecho de Frascuelo, los dejó a todos atrás. Fran recuerda aquel momento como el de un descubrimiento. El trasto de su hermano era un elegido. Tenía algo. Mucho: genética de ciclista, ambición, orgullo y, sorprendentemente en alguien tan desorganizado, una tremenda capacidad de trabajo. Y algo más: determinación.

Convencido del camino

Alberto agarró el teléfono y llamó a Juan González, director del equipo guipuzcoano Iberdrola. No le conocía, pero sabía quién era, el que mandada en la escuadra filial del equipo Once, el de Manolo Saiz. Ahí comenzó. «Me fui a Azpeitia con 18 años. No sabía ni adonde iba. Me metí en un piso lleno de ciclistas. Comíamos en el restaurante de enfrente». Un piso patera repleto de esperanzas juveniles. Pocos llegan a la orilla del nuevo continente. Contador lo hizo de dos saltos. Saiz, presente ayer en la cuneta de Plateau de Beille, vio aquel resplandor. Un chico moreno que andaba de puntillas, flaco, escalador y, a la vez, con vocación de contrarrelojista. Terco. Convencido del camino a seguir aunque fuera cuesta arriba. Una enfermedad cerebral casi le deja paralítico en 2004. Ahora, machacado por las caídas, resiste.

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