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EL club de los pingüinos

Verano de 1990 (I)

El tráfico se detenía... y todo era como una auténtica película italiana

josé eugenio de zárate

Ha tiempo que el capítulo deseaba reunirse en un lugar bucólico de La Orotava donde concurrían las circunstancias de encontrarse un patio aparralado cabe los huertos sembrados una gran mesa redonda, cuyo lugar había propuesto Faber. Las circunstancias no habían sido propicias hasta hoy, pero al fin, previa una estación intermedia en un local junto a la plaza, imperó el buen ánimo y esforzado talante de los señores pingüinos. Y así se desarrolló el amigable encuentro, del cual recordaremos: que la bebida preferida de Chicote que era vino tinto con sifón, «una cubanita», costaba en aquel entonces 10 pesetas; y que el bocadillo de calamares con cerveza, que se puso de moda en Madrid, alcanzaba el duro. Faber recordó la obsequiosidad de la criada que tenía la señora abuela de los Reimer, la cual para animarla a que comiera le decía: «Pa que se lo coma el cochino, mejor se lo come usted, señora».

No sé como nos encontramos en Italia y Falstaff compartió un recuerdo que le había impresionado: los italianos no respetan las normas de tráfico y a veces caen en situaciones dignas del surrealismo. Falstaff asistió desde un autobús de turistas al tapón de tráfico que se formó delante de la Basílica de San Pablo Extramuros con motivo de un bautismo: el encuentro de la familia con el niño y los demás parientes tuvo lugar en medio de la ancha vía y con tal motivo pronto todos participaron del acontecimiento: desde los coches a la familia se cambiaron ponderaciones, cuchufletas, desafíos en medio de grandes manipulaciones mientras el tráfico se detenía. Y todo era como una auténtica película italiana.

Masón recordó a Pedro Bolaños, concejal de Fiestas del Ayuntamiento de Las Palmas, que perdió el cargo cuando se le ocurrió regalar un abrigo de visón a la actriz Conchita Bautista, incluyendo la factura entre los gastos de las fiestas. El propio Bolaños comentaba que en Canarias esas palabras soeces a que dan lugar los apuros del tráfico no eran necesarias: bastaba con que el taxista dejara caer una mirada de reojo hacia el coche que se encontraba a su lado, cuyo ocupante preguntaba entonces: y tú por qué me miras. Y ya se bajaba cada uno del coche y se daban guantadas.

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