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El día que me quedé sin cartera

La vida de los ex ministrosUnos son hoy empresarios o profesionales y otros han pasado a la segunda fila política, pero todos admiten que haber formado parte del Gobierno deja huella indeleble

MIKEL PONCE

BLANCA TORQUEMADA

Si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder». Lo dijo primero Pítaco de Mitilene, uno de los siete sabios de Grecia, y después Abraham Lincoln, como directo conocedor de los vértigos, cegueras y servidumbres derivados de cualquier posición de mando. Pero es en la política donde esa venenosa ambrosía cobra su forma más palpable, sobre el pedestal que la institucionaliza y la acuña para la posteridad. Y en España, por debajo de presidente del Gobierno, el de ministro es el título más perdurable, el que queda en la galería de retratos de la Historia y deja más huella que muchas de las regalías autonómicas o que cargos «ornamentales» como los de presidente del Congreso o del Senado.

Pero llegar al poder es un instante y perderlo otro, ya sea por las pulsiones coyunturales del jefe (Zapatero), por un tachón impetuoso en el cuaderno azul (Aznar), o porque llega a casa el motorista de El Pardo con el cese por escrito, como sucedía en el franquismo. Es el dominó de un «establishment» jerárquico plenamente asentado desde el siglo XIX y que no ha experimentado cambios sustanciales; un proceso de ascenso y caída, en suma, sujeto a variados factores y digerido de forma diversa, tal y como relatan a «Los Domingos de ABC» algunos de sus protagonistas.

La dimisión de Pimentel

Porque hay casos y casos. Manuel Pimentel, ministro de Trabajo durante poco más de un año (1999-2000) ha sido uno de los pocos que no ha dejado el cargo por el pulgar hacia abajo del césar de turno (Aznar), sino que dio el portazo él mismo y fue capaz de hacer efectivo lo de «dimisión irrevocable» en un país donde la asunción de responsabilidades es «rara avis». Estimó que no había otra salida después de que se detectasen irregularidades en la gestión de uno de sus colaboradores. La forma en que lo hizo, comunicándolo antes a la opinión pública que al propio jefe de Gobierno, desató una tormenta de críticas, pero Pimentel argumenta hoy que era la única manera: «Si se lo digo antes a Aznar, no dimito, porque no lo habría aceptado. Si de verdad quería marcharme y que no hubiera vuelta atrás, tenía que proceder así. Además, creo que no hice ningún daño al partido». Con perspectiva, apartado de la «res publica» y volcado en su labor de empresario (es fundador de las editoriales Almuzara y Berenice), Pimentel cree que «la política es una labor muy intensa y apasionante, pero en la que has de tener presente en todo momento que estás de paso. Y desde luego, llegar a ser ministro y dejarlo se lleva con mucha más naturalidad si tienes vida y recorrido al margen de la política, como era mi caso».

Como protagonista de un ascenso y no de una irrupción repentina (dado que fue secretario de Estado de Empleo antes que titular de Trabajo) Pimentel asegura que la experiencia más novedosa tras su cambio de estatus fue la sobreexposición pública, además del peso de la responsabilidad: «Con todo —dice—, hay que matizar que el poder ejecutivo de un ministro está bastante tasado, es menor de lo que la gente cree porque dependes de los subsecretarios, de Hacienda... Sin embargo, sí tienes notable iniciativa política y enorme capacidad de generar debate social. Por eso, cuando llegas a ministro es importante que lleves unas ideas muy claras, porque, si no, es probable que no te dé tiempo a hacer nada». El ex ministro admite que el poder es una de las pasiones humanas («ya lo dijeron los clásicos»), inscrita en un inevitable afán de trascendencia: «Ahí queda colgado tu cuadro, una ventana pequeñita a la Historia, y te sorprende después a lo largo de los años lo alargada que es la sombra del cargo: vayas donde vayas, siempre se recuerda que has sido ministro».

Trujillo, con oficio

María Antonia Trujillo, titular de Vivienda del Ejecutivo de Zapatero entre 2004 y 2007 también es una ex ministra con fundamento, pues aunque mantiene el acta de diputada por Cáceres, tiene estación de origen profesional anterior a su ejercicio político (era profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Extremadura), y, por tanto, también un punto de destino independiente de los codazos internos del partido. «Yo no tengo trayectoria política histórica, ni he dejado ningún cadáver detrás —recapitula—. Y creo que a la política hay que llegar ya cotizado en la Seguridad Social. Sería bueno que los mandatos estuvieran limitados a ocho años, y no solo me refiero a los presidentes del Gobierno o a los dirigentes autonómicos, también a cualquier otro puesto político, con carácter general. Hay demasiada gente que vive de la política».

Destaca que la experiencia de gestión política en Madrid le resultó muy diferente de la que previamente había vivido como consejera en Extremadura, «porque aquí confluyen tres administraciones y todos los grupos de interés económicos, políticos y mediáticos. Por eso, cuando consulto las hemerotecas no me reconozco en ninguno de los titulares de esa etapa. Al final, se recuerdan la anécdota de las zapatillas “kelifinder” y los minipisos, criticados de forma desaforada cuando entonces ya había comunidades autónomas que reconocían modalidades de vivienda mucho más pequeñas». Como balance, resume que «haber sido ministra fue un honor y una responsabilidad, pero nunca jamás sentí la erótica del poder. No existe. Como se suele decir, lo mejor de ser ministro es haberlo sido. Y cuando vuelva a la Universidad me dedicaré a profundizar en el estudio de la democracia interna de los partidos políticos. El Tribunal Constitucional acaba de fallar a favor de un diputado de la pasada legislatura que presentó un recurso de amparo para defender su derecho a pedir información al Gobierno sin necesitar de contar para ello con el refrendo del portavoz de su grupo. Es una sentencia de calado y casi nadie se ha hecho eco de ello».

Asunción y el «caso Roldán»

Antoni Asunción, titular de Interior del Gobierno de Felipe González durante unos meses, entre noviembre de 1993 y mayo de 1994, fue un ministro fugaz por culpa de una fuga: la de Luis Roldán. El que era director de la Guardia Civil había huido inesperadamente de España, y Asunción entendió que a él le correspondía dejar el cargo: «Roldán había estado mintiendo a todo el mundo —evoca—, y en última instancia también me engañó a mí. Por entonces tan solo tenía una citación para declarar como imputado y me aseguró que aquello de lo que se le acusaba era rotundamente falso y que, por supuesto, comparecería ante el juez para explicarlo todo». No fue así, y el maleante que robó hasta a los huérfanos de la Benemérita puso tierra por medio en un rocambolesco periplo, esperpento irrepetible de nuestra historia reciente.

El ex ministro, hoy próspero empresario de acuicultura, ratifica, como Pimentel, que el engranaje de los partidos mayoritarios no facilita una dimisión, y, «de hecho, a Felipe González no le cayó bien mi decisión. Es algo que no gusta en los partidos, se interpreta que no eres de fiar porque te sales de la norma. Pero yo no le consulté lo que me disponía a hacer: simplemente, se lo comuniqué. Porque sin un gesto por nuestra parte, la gente iba a interpretar que había un apoyo al prófugo». Asegura sin embargo que esa decisión tan digna «truncó mi carrera política. Porque una vez que sales, no hay manera de volver, como he podido comprobar». Descabalgado de la posibilidad de concurrir a unas primarias en el seno del PSOE valenciano el pasado año, denuncia que «la falta de democracia interna de los partidos es la gran asignatura pendiente. Cuando decimos que es grave que a los miembros del Consejo General del Poder Judicial los nombren los partidos, mucho peor aún que eso es que los nombran cuatro personas de esos partidos, los aparatillos. Entre unos cuantos se lo ventilan todo».

Sobre su breve experiencia al frente del complejo negociado de Interior, dice que no se sintió más asediado por la opinión pública que en anteriores cometidos, «pues venía de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias y ahí había puesto en marcha la dispersión de presos etarras. Ya lo había soportado todo». «Lo apasionante del poder —apunta— es que lo que tú piensas de repente lo puedes llevar a cabo. Es el instrumento que te lo permite. Ahora que estoy en la empresa privada, trabajo menos y gano más. Pero, pese a ello, me apasiona la política». Eso sí, cambió de registro sin traumas: «Si no sonaba el teléfono, llamaba yo. Nunca he ido de príncipe ofendido».

Posada y Villalobos

Singular y desacomplejada «vocación de gabinete» exhibe Jesús Posada, ministro de Agricultura (1999-2000) y de Administraciones Públicas (2002). Ya en la primavera de 1996 los analistas comentaron su ausencia en el primer Gobierno de Aznar porque a ambos les unía una vieja amistad tras su estrecha colaboración en el Gobierno de Castilla y León, en el que Posada había sido consejero de Fomento y sucesor después del propio Aznar como presidente autonómico. De modo que en ese vínculo reinaba la sinceridad: «Se lo dije claramente a Aznar: que no quería ser secretario de Estado, porque habría tenido que dejar el acta de diputado. Le comenté que, de nombrarme algo, me hiciera ministro, porque lo demás no me interesaba».

Y en 1999 llegó su momento, no sin suspense, pues todo apuntaba a que la elegida para sustituir a Loyola de Palacio al frente de Agricultura sería Elena Pisonero, hasta el extremo de que la entonces secretaria de Estado de Comercio llegó a recibir ramos de flores de felicitación. Pero la carta en la manga aznarí era Posada: «En mi caso, todo el mundo daba por hecho que yo iba a ser titular de Obras Públicas, por aquello de que soy ingeniero de Caminos y por mi trayectoria política, pero resulta que lo fui de Agricultura, y luego de Administraciones Públicas. No me importó. Lo que yo quería es ser ministro en la cartera que fuera». Explica por qué defiende esa disposición polivalente, a menudo vista con suspicacia por los ciudadanos: «En mi opinión es una concepción antigua y errónea pensar que un ministro tiene que ser el que más sabe de su departamento. ¿El mejor ministro de Obras Públicas tiene que ser ingeniero de Caminos? No, porque lo importante es que tenga una visión política de las obras públicas, no que sepa de ellas, porque para eso ya tiene al cuerpo técnico del Ministerio».

Celia Villalobos dejó huella como ministra de Sanidad (de abril de 2000 a julio de 2002), por su fibra política sincera e impetuosa. Y eso que llevar una cartera no entraba ni mucho menos en sus aspiraciones: «Si he de elegir entre los cargos que he ocupado, yo me quedo con el de alcalde, porque es donde tienes más autoridad y capacidad de toma de decisiones. Y a mí como alcaldesa de Málaga me gustaba tomar decisiones y arrostrar las consecuencias. Cuando vienes de un poder municipal, cuesta encontrarte con que eres uno junto a otros catorce como tú, y con que además tienes ahí arriba otro señor, el omnímodo presidente que te nombra y te destituye cuando le sale de las narices. Asumir esa estructura fue para mí lo más difícil. Y ser ministra me ha pasado una factura muy gorda y muy injusta en muchas cosas». Con llaneza relata el proceso de su nombramiento: «Pedro, mi marido, me dijo: “José María quiere hablar contigo”. Así que me fui a Moncloa y me dijo que quería que fuera ministra. Y yo repliqué: “¿De qué y para qué?”. Se le cayeron las gafas y soltó: “¿Cómo que de qué y para qué?”. “Pues porque no da lo mismo”, argumenté. Me dijo que de Sanidad y le contesté que no. Pero me presionaron mis amigos: “Al presidente del Gobierno no se le dice que no cuando te pide ayuda”. Así que llorando le di el sí. No me apetecía nada. Pero una vez que vienes, te dejas la piel». Asume que «aunque resolví muchísimas cosas, quedaron sólo los titulares de “la ministra del hueso del caldito” cuando la crisis de las vacas locas. Pero la vida es así. Yo me siento orgullosa de haber creado las sedes de investigación biomédica y de haber resuelto el problema de los 45.000 interinos que había en el Sistema Nacional de Salud».

El cese no le resultó traumático: «Recogí mis papeles y cuando llegó mi sucesora, doña Ana Pastor, cogí un taxi y me fui a comer con unos amigos.Al día siguiente noté que a las ocho de la mañana no tenía el teléfono sonando, lo cual es muy de agradecer, y que me podía ir al Retiro a correr. Recuperé a mi familia y aficiones para mí importantísimas, como cocinar. Que en una tarjetita ponga que eres ministro, o que te den la medalla de Carlos III a mí es algo que me trae sin cuidado. No tengo ese tipo de vanidades».

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