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Recuerdos del futuro

JOSÉ LUIS GARCI

Cuando Andrés Iniesta marcó agonizando la prórroga, y mientras el tornado del gol conmocionaba mi barrio y entraba por el ventanal abierto del salón, de repente me acordé, aquella Noche de Reyes, de todos los que me hicieron amar el fútbol y que ya no estaban aquí. Durante la repetición televisiva del derechazo de Iniesta, reviví los libros de Pedro Escartín —mi favorito, «Lo del Brasil fue así»—, y las crónicas de Lorenzo López Sancho, Jaime Campmany y Antonio Valencia —especialmente, las que recogió en «Sucedió en Suiza»—; los artículos de «Gilera» y «Cronos»; los apasionados textos de Manolo Sarmiento Birba y «Belarmo» , los reposados renglones de Rafael Marichalar, «Rienzi» y «Fielpeña»; las narraciones a pie de campo, micrófono en mano, sentado en una silla de tijera, a un metro escaso de la línea de cal de la banda, del gran Matías Prats («… Luisito Suárez avanza desde la posición teórica del medio volante izquierdo…»); los estimulantes comentarios radiofónicos de Rafael Barbosa y «Quilates», de «Doña Merenguitos» y «Don Tremebundo»…

Y un minuto antes del pitido final, me acordé de Luis Aragonés, el primero que optó por la excelencia sobre la fisicidad, la calidad por delante de la envergadura, la clase antes que la estatura; y luego miré a Del Bosque, en pie junto al banquillo, más personaje fordiano que nunca, el hombre tranquilo, responsable de haber instalado definitivamente el sosiego en nuestra Selección. El sosiego, la serenidad, un estilo, por fin, que nos ha llegado vía nada menos que de Cervantes y Velázquez. Ambos, Aragonés y Del Bosque, ya termina el partido, tienen el mérito de haber preferido el fútbol romántico al profano, una idea tan renovadora como, en su tiempo, fueron la W-M o el 4-2-4.

También me acordé de mi padre, de su mano fuerte y suave, que siempre olía a Floyd, la que me llevaba de niño a Chamartín y al Metropolitano, a Vallecas y el campo del Plus Ultra, allá en Arturo Soria. Mi padre, al que jamás vi chillar a ningún jugador, insultar a ningún árbitro; mi padre, que apenas gritaba al anotar Cholo Dindurra o cuando Quini cabeceaba a la red; sonreía, eso sí. Mi padre, que admiraba a Eduardo Teus y a Melcón.

Pero lo más curioso de aquella noche de los gigantes, la noche más hermosa, vino cuando Casillas recibía la Copa y yo apuraba mi dry martini. De improviso, una flecha de nostalgia me atravesó el corazón al recordar otro domingo de verano, de 2014, en Río de Janeiro, cuando España ganó su segundo Mundial y nuestros jugadores, casi los mismos de Johannesburgo, saltaban y se abrazaban, como ahora, aunque esta vez sobre la sagrada yerba de Maracaná.

JOSÉ LUIS GARCI ES DIRECTOR DE CINE

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