Borges, el fabuloso
En el XXV aniversario de su muerte , se reedita toda la obra al completo del imprescindible escritor argentino
MANUEL DE LA FUENTE
Parece como si hubiese vivido de memoria. Hecho de recuerdos, de lluvia que siempre sucedió en el pasado, vestido con la túnica de lunas y estrellas de Merlín, con la varita mágica del que es un exiliado en la tierra de los sueños, habitante ... de un mundo de fábula , un bucle en el tiempo de la literatura, un agujero negro de la imaginación que succionaba bibliotecas enteras que se perdían en la noche de los tiempos, enciclopedias británicas que se bebía de un sorbo, que era capaz de imantar anaqueles con libros escritos casi antes del diluvio.
Pero ese hombre, llamémosle Jorge Luis Borges , fue también un muchacho que se vino al Viejo Continente acompañando a su familia porque su padre, Jorge Guillermo, debía tratarse de un problema ocular (¡ay, la vista en los Borges!). Un argentinito que pasó buena parte de su juventud en España ), convirtiéndose en un decidido ultra(ísta) de la modernidad y la vanguardia, amigo de Guillermo de Torre (que acabaría siendo su cuñado), Cansinos Assens, Gómez de la Serna, Valle-Inclán , un jovencísimo Gerardo Diego, un muchacho que se recorrió media Europa y al que los dioses babilónicos tocaron con el don de lenguas para hacerle dominador del español y el inglés que conocía desde niño, el francés, el alemán, el portugués... y quién sabe cuántas lenguas muertas de las que no tenemos constancia.
La revolución borgiana
Un joven inquieto que, casi adolescente, ya escribía sus primeros cuentos («Los naipes del tahúr», que nunca publicó), y sus primeros poemas como cualquier chaval culto y de corazón iluminado, que tampoco se atrevió a editar jamás de los jamases, «Los ritmos rojos», librito en verso acerca de sus impresiones sobre la Revolución Rusa. Un chaval al que sus compañeros de colegio tenían por un cursi sabelotodo, un relamido listillo (tampoco andaban descaminados), pero que de veinteañero fue capaz de vivir la madrugada con pasión de tanguista empapelando fachadas bonaerenses con ejemplares de una revista mural llamada «Prisma» .
Aquellas noches con una ginebra en el estómago en las que Jorge Luis y sus camaradas silbaban melodías de arrabal, doblaban esquinas rosadas, tiempos en los que se inflamaron de rimas y de sueños, de estampas a pie de calle, a pie de corazón, de la capital argentina que llenarían el primer libro publicado por el autor, «Fervor de Buenos Aires» (1923), los versos de aquel hombre de sabiduría bíblica como su admirado Walt Whitman, aquel adulto que llegaría a ser Bibliotecario Mayor de la República Argentina, y autor de una obra que las menudencias y los dislates de la política (y una anarquismo borgianamente mal entendido, ¡ay aquella dictadura!) impidieron que fuera premiada con el Nobel.
La alquimia de la palabra
Como si hubiera vivido y escrito de memoria, como si en su despacho hubiera encontrado el proceso alquímico de la palabra exacta en una larga noche de dones, como si al atardecer se paseara por los Jardines Colgantes de Babilonia y no por una acera de Corrientes como el común de sus contemporáneos. Dicen que ya de anochecida, cuando algún bandoneón sonaba en la Torre de Babel, Jorge Luis Borges removía los posos de su mate y leía el pasado, o quién sabe si es que acaso no era un hombre del pasado que sentado en su biblioteca y apurando un bebedizo nos leyó el futuro.
Ese futuro al que entregó sus libros de cuentos como «Historia universal de la infamia», como «Ficciones», «El Aleph», «El libro de arena». Pero también heredamos de este imprescindible escritor de fábula y también fabuloso una obra poética colosal y no siempre tan bien conocida: «El Hacedor», «El otro, el mismo», «Elogio de la sombra», «La rosa profunda», «La cifra». Y ensayos como «Menoscabo y grandeza de Quevedo», «La nadería de la personalidad», «Kafka y sus precursores», «Valery como símbolo».
Cuando se cumplen veinticinco años de su muerte, toda su obra completa vuelve a reeditarse en tres volúmenes. Dos de ellos, «Cuentos» y «Poesía», en la Editorial Lumen , el de ensayos, bajo el título de «Inquisiciones. Otras inquisiciones», en Mondadori.
Ya nadie puede hacerse el desmemoriado o el desmemorioso, aducir que «yo los leí en el Círculo, en Alianza», pero en aquella mudanza, en aquella separación...Aquí está Borges al completo. Un clásico. De esos que él mismo definió: «Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad».
Y una última fábula, la última de sus profecías: «El que lee mis palabras está inventándolas» .
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