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LIBROS

Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza

NICOLÁS MIÑAMBRES

Autor de una veintena de libros de poesía, Luis Miguel Rabanal no ha alcanzado el reconocimiento que merece su obra. De ahí la importancia de este libro, que ve la luz en una edición minoritaria, como advierte Alberto R. Torices en su epílogo.

Concebido a comienzos de los años sesenta, pero inédito hasta ahora, Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza incluye una cuarentena de relatos breves elaborados con una belleza literaria sobrecogedora. De sobrecogedora puede calificarse porque el lector se encuentra ante los universales del sentimiento vistos desde la perspectiva del dolor, lo que explica la visión subjetivizada e intimista de lo narrado. En el fondo estos «casicuentos» intentan un rescate de la infancia, casi siempre desde la amargura: «De un solo anochecer se ha de reconstruir la infancia». Ello explica que no exista valor documental en estos relatos, transformados en símbolos y alegorías de gran plasticidad. Un estilo poemático y un hondo sentimiento evitan la caída en un localismo rancio o inane. Por ello el campo es, frecuentemente, un escenario descrito con tenues elementos de intimismo impresionista: «Las acacias brillaban con su flor fragante y julio era ese mes desmesurado que busca refugio en el Monte de los Frailes para abrasarlo con grandes llamas rojas». Los sentimientos (sometidos a la expresividad de las sinestesias, al efecto del oxímoron o a finos recursos surrealistas) alcanzan condición trascendente, sin resto alguno de ganga humana.

Imágenes inesperadas

Lo mismo ocurre con los personajes, cuyo marginalismo el autor recrea en imágenes inesperadas. De ello es buen ejemplo Paula, esa mendiga protagonista de Recuento de monedas, que «adoraba a los niños dándoles dedales de azogue para llevar a sus casas». Pero… «Paula se iba en primavera para regresar de nuevo, siempre, el dos de octubre», en ese mes maldito de Olleir, anagrama de Riello, el pueblo del autor: «Hoy es octubre, casi siempre es octubre». El espacio, el tiempo y los elementos humanos sirven así de lírico y bello rescate de un pasado, con el dolor como sustrato invariable.

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