Cuando Gadafi se hizo amigo de Occidente
Prepublicación de las memorias de El BaradeiEl ex director general de la Agencia Internacional de la Energía Atómica relata cómo se llegó a la reconciliación con Libia en 2004. El idilio solo ha durado seis años
MOHAMED EL BARADEI
El 8 de diciembre de 2003, Graham Andrew, mi adjunto británico y una persona de mi confianza, se detuvo al pasar por mi despacho. Me dijo que, según se desprendía de unmensaje que había recibido de la inteligencia británica, se daba por inminente que el ... presidente Bush y el primer ministro Blair saldrían a hacer una importante declaración sobre Libia ante la prensa.
Graham insinuó que sería sensato, por mi parte, posponer el viaje que debía emprender al día siguiente a la India y que llevaba tiempo previsto. Aquella noche Matouq Mohammed Matouq, el viceministro libio de Ciencia y Tecnología, me telefoneó. Me dijo que el ministro de Asuntos Exteriores estaba a punto de hacer pública la decisión de Libia de desmantelar sus programas de armas de destrucción masiva. La existencia de esos programas en Libia no era para mí algo nuevo. Matouq me preguntó si podía venir a Viena e informarme. Mi viaje a la India iba a tener que esperar. ...
Al día siguiente, Matouq se presentó con un pequeño ejército de diecinueve o veinte personas entre diplomáticos, científicos y otros funcionarios libios. ...El fondo de la cuestión era que Libia llevaba años trabajando en un programa de enriquecimiento de uranio. Había recibido maquinaria de precisión, conocimientos tecnológicos, así como apoyo en materia de diseño del científico nuclear paquistaní y hombre de negocios, A.Q. Khan, y de toda una red de empresas e individuos. A medida que los libios fueron hablando, me di cuenta de que de hecho me estaba por primera vez enterando de la magnitud y la complejidad del mercado negro nuclear. Matouq me habló de la ayuda que Libia había obtenido a través de unos contactos en Sudáfrica. ...
Y lo que era aún más preocupante, en la última visita que A. Q. Khan hizo a Trípoli, llevó consigo dos bolsas blancas de una sastrería de Karachi, dentro de las cuales guardaba los planos de un arma nuclear. Khan le dijo a Matouq que se las dejaba «por si en un futuro les eran necesarias». Desde entonces, añadió Matouq, había guardado a buen recaudo aquellas bolsas en las que se leía Good Looks, Tailor.
Me sorprendió la magnitud que habían adquirido las actividades clandestinas que Libia desarrollaba en materia nuclear según las describía Matouq. Aun así, no dejaba de discurrir en paralelo analizando en qué medida el OIEA estaba preparado para averiguar y obtener información de todas esas actividades a través de las inspecciones, dado que Libia formaba parte del Tratado de No Proliferación.
Durante nueve meses, según Matouq, Libia había negociado con autoridades británicas y norteamericanas un acuerdo en virtud del cual el Gobierno libio renunciaba a sus programas de armas de destrucción masiva. «Quisimos informar al OIEA desde el principio —añadió Matouq—, pero no lo permitieron». Los pelos se me erizaron, pero no dije nada. Al día siguiente, representantes de la inteligencia británica y estadounidense vinieron a verme a casa. Estaba muy enojado y no hice nada por disimular mi indignación. «¿Qué, no tienen claras cuáles son sus obligaciones legales según el Tratado de No Proliferación? —les pregunté y añadí—: Libia, Estados Unidos y el Reino Unido son, los tres, miembros del Tratado. Y si descubren que uno de los miembros está infringiendo el acuerdo de salvaguardias nucleares que ha suscrito, están obligados, por ley, a comunicárselo a la organización competente, al OIEA, para que podamos tomar medidas y actuar.»
La callada por respuesta
Como respuesta callaron, sin discutir las razones. Poco después de la reunión, Jack Straw me telefoneó desde Londres para decirme que solo tres o cuatro personas del Gobierno británico estaban al corriente de la información, y se disculpó por no haberme informado. Colin Powell también llamó para decir prácticamente lo mismo: habían mantenido aquella información confidencial estrictamente reservada, según dijo, debido a la incertidumbre sobre los resultados de las negociaciones. Querían evitar a toda costa una situación muy incómoda si las iniciativas daban un resultado contrario al pretendido.
La explicación de Powell me parecía que tenía poco sentido. Más tarde, escuché de un agente del MI6 que el auténtico motivo del extremo secretismo que había imperado en las negociaciones libias había sido el de proteger las conversaciones de los «halcones» norteamericanos. Tenían miedo, me dijeron, de que intentaran torpedear una resolución pacífica del caso libio y por esa razón no fueron informados hasta una vez se hubo alcanzado el acuerdo.
Decidí sacar el mayor partido de la situación y viajar de inmediato a Libia. Acompañado de un reducido grupo de expertos, volamos a Trípoli y realizamos una corta visita entre el día 25 de diciembre y el día de Año Nuevo. Nuestros homólogos libios nos llevaron a una serie de almacenes en los que habían depositado el equipo nuclear. La escala del programa era pequeña. Dijeron que habían comenzado a instalar algunas cascadas de centrifugadoras para probar y verificar su funcionamiento, pero que solo una de ellas —una cascada formada por únicamente nueve centrifugadoras— estaba de hecho completa, con el equipo de procesamiento y el eléctrico conectados.
Ninguna de las centrifugadoras había sido puesta a prueba con material nuclear. Los libios nos contaron luego que no habían empezado a construir una planta de escala industrial ni ninguna de las infraestructuras que una planta así conlleva. No contaban, tampoco, con un programa de armas nucleares en funcionamiento. ...
Mientras estuve en Libia, recibí la invitación para reunirme con el coronel Muammar al-Gadafi, el líder de la Revolución. El encuentro tuvo lugar en el cuartel militar de Bab al-Azizia en pleno centro de Trípoli. Tuve que aguardar un rato en una fría habitación cerca de la entrada, y me alegré de llevar puesto el abrigo. Bashir Saleh Bashir, uno de los colaboradores más allegados a Gadafi, se acercó a saludarme y me reiteró la promesa que el Gobierno había hecho de brindarnos su plena cooperación. Poco después, apareció el ministro de Asuntos Exteriores, Abd al-Rahman Shalgem, y me invitó a entrar.
Pasamos a una biblioteca amplísima y bien caldeada. Había pocos muebles, solo una gran mesa frente a unas hileras de estanterías que contenían unos pocos libros en árabe aquí y allá. El coronel Gadafi, sentado detrás de la mesa y vestido con la túnica tradicional, nos invitó a Shalgem y a mí a sentarnos frente a él. El ambiente de la reunión estaba a tono con el carácter espartano de aquel lugar.
Los soliloquios del coronel
Gadafi se mostró más afable de lo que me esperaba, y su ademán era una mezcla de amabilidad y reserva. La primera frase que pronunció resulta difícil de olvidar: «No sé cómo plantearle esto —dijo— pero, ¿por qué le odia a usted el Gobierno egipcio? —y se apresuró a añadir—: Los egipcios dicen que pueden ayudarnos a acabar con nuestro programa nuclear mejor que usted y sus colegas del OIEA». ...
Entonces Gadafi emprendió un soliloquio acerca de la decisión que había tomado de poner fin a los programas de armas de destrucción masiva y cómo había llegado a la conclusión de que las armas de destrucción masiva no aportaban nada a la seguridad de Libia, que era preciso prescindir de ellas no solo en Libia, sino también en Oriente Medio y a escala mundial. Por supuesto, estuve totalmente de acuerdo con lo que exponía. Gadafi se adentró entonces en una digresión. Habló en términos entusiastas del papel de Libia en los asuntos internacionales, y refirió anécdotas no siempre admirables. «¡Libia, este pequeño gigante!», dijo en cierto momento con orgullo, aludiendo a la influencia que su país había ejercido en los acontecimientos mundiales. Me di cuenta de que Gadafi no estaba demasiado informado de las alianzas y las estructuras de la seguridad global. ...
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