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Estados Unidos fue una fiesta con el sabor amargo del recuerdo a las víctimas

Miles de personas tomaron las calles de las principales ciudades del país con retratos de sus padres, hijos y hermanos muertos el 11-S

Cuando las redes sociales primero, las televisiones después y finalmente Barack Obama en persona confirmaron cerca de la medianoche de domingo que los rumores eran verdad, América estalló en júbilo. Pero no sólo eso. Entre los que perdieron seres queridos o sufren aún secuelas a raíz de los atentados, la alegría se mezclaba con la gravedad y con la pena. Incluso con miedo: aunque se eludió hablar de alarma antiterrorista y el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, no paró de hacer discursos afirmando que la moral de la ciudad «está más fuerte que nunca», mientras el comisionado de policía, Ray Kelly, admitía que se habían reforzado los niveles de seguridad.

Kelly —posible candidato a dirigir el FBI cuando en septiembre acabe el mandato del actual director, Robert Mueller— ya había sido jefe de la policía de Nueva York antes, pero no en la fatídica fecha del 11-S. El alcalde Rudolph Giuliani lo había echado, celoso de su popularidad, con lo cual Kelly vio caer las Torres desde el edificio del banco Bearn Sterns, del que era jefe de seguridad. Aquella visión hizo tal mella en su ánimo que cuando el alcalde Bloomberg le recuperó para el cargo, lo asumió con el firme propósito, por no decir obsesión, de que los neoyorquinos nunca volvieran a vivir nada así.

Hasta ahora, Kelly ha cumplido, dicen sus críticos que a costa de cierto grado de transparencia y de libertades, pero ha cumplido. La policía de Nueva York dispone incluso de su propia unidad de inteligencia, dirigida por un ex miembro de la CIA que por ejemplo no dudó en despachar agentes a Madrid el 11 de marzo de 2005. En el último año, Kelly es de los que han hecho presión para que los culpables del atentado contra el Wold Trade Center no sean juzgados en Nueva York, contra los deseos del propio presidente Obama. El argumento es que supondría un reto excesivo para la seguridad de una ciudad de más de 8 millones de habitantes, que sigue hechizando a extremistas e iluminados de todo el mundo.

Por lo demás, la ciudad conserva más cicatrices de aquel atentado de las que se aprecian a simple vista. Mientras los turistas siguen afluyendo masivamente a la Zona Cero, muchos neoyorquinos la evitan. Tratan de no pasar por ahí y ni siquiera verla, más cuando el doloroso retraso en repoblar el espacio urbano devastado prolonga todavía más la agonía. La sensación de pérdida.

Por eso tuvo algo de sinceramente extraordinario el hecho de que miles de personas acudieran a la Zona Cero al conocerse la noticia de la muerte de Bin Laden, y en varios casos permanecieran en ella hasta el amanecer. Unos portaban retratos de sus padres, novios, hermanos, hijos, y los estrechaban entre lágrimas donde se fundían el contento y una forma suavemente infinita de desesperación. Otros agitaban banderas americanas. Parejas llevando de la mano a niños nacidos quizás meses después de los atentados.

Un colectivo particularmente afectado y trsite es el de aquellos que trabajaron en las labores de rescate, como profesionales o como voluntarios, y en muchos casos han contraído enfermedades a raíz de riesgos sanitarios de los que no se les previno en su momento, y que han encontrado una respuesta desigual de las Administraciones. Hasta hace bien pocos meses republicanos y demócratas han estado enzarzados en el Congreso por el montante de las indemnizaciones. Pero incluso ellos estaban esta vez más contentos. «Hay buenos días y malos días, pero hoy al oír las noticias he sentido como si me quitaran parte de este gran peso de encima», declaró a NY1 Denise Villamia, una de las afectadas. Sin embargo el lunes por la mañana las demostraciones de alegría ya se habían reducido al mínimo en Nueva York, o habían sido absorbidas por el ritmo trepidante de la ciudad. La procesión volvía a ir por dentro.

En Washington también fueron miles los que se acercaron a la Casa Blanca, también llevando banderas y sus niños de la mano, cantando el «God bless America». La capital federal norteamericana, llena de cementerios ilustres y de monumentos, rebosaba de sitios especiales donde ir a expresar la alegría o a ahondar en el recogimiento. Se vio a soldados de uniforme visitar en Arlington o el monumento a los muertos en el Pentágono. Gordon Felt, presidente de la asociación de familiares de las víctimas del vuelo United 93 —el que se estrelló en Pensilvania después de que los pasajeros se enfrentaran heroicamente a los secuestradores— reconoció que la muerte de Bin Laden «no puede terminar con nuestro dolor o traernos de vuelta a nuestros seres queridos, pero nos proporciona cierto alivio que la mente maestra de esos ataques no pueda seguir esparciendo su maldad por el mundo».

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