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«The company men»: La soledad del perdedor entre tiburones

Esta película de John Wells trata de la desesperación, de hombres a los quese arrebata lo más sagrado: el trabajo

«The company men»: La soledad del perdedor entre tiburones

JOSÉ MANUEL CUÉLLAR

Existen otros mundos, y no lo sabemos, solo los intuimos. Están en las alturas y es el mundo de los corbatas, y también de las tacones, pero menos. Corbatas: dícese de un ejecutivo agresivo, trajes de mil dólares, gomina indisimulada y Lexus en la puerta. Se mueven en las nebulosas, se reúnen mucho y juegan al golf con sus jefes, si los tienen (el pádel es de horteras y de nuevos ricos). Y toman decisiones, cruciales, unas para salvar sus empresas y otras para enriquecerse aún más.

Pero no es importante, al menos aquí y ahora. La película de Wells no trata tanto de los corbatas (a veces convertidos en tiburones) como de las consecuencias que tienen las decisiones que toman. En este caso, despidos a granel. En realidad, «The company men» trata de la desesperación, de hombres a los que se arrebata lo más sagrado: el trabajo. Sin él, desaparece el lujo primero (el que lo tenga), la comodidad después y enseguida llegan las penumbras mientras la luz se apaga.

El relato de Wells habla con destreza y brillantez de lo que pasa en ese trayecto por la oscuridad. Los que tienen trabajo continúan con sus vidas y generalmente se olvidan del que se quedó en el camino, solo, desamparado, con escasas posibilidades de retomar su vida en tiempos de crisis, meses en los que mil aspiran a un solo hueco por el que atisbar algo de esperanza.

Un trabajo bien hecho porque tira con crudeza extrema de las tripas del problema, allí donde más duele: la familia, los niños, la mujer que apoya, las miradas compasivas (y también despectivas) del entorno, que ni sabe ni conoce en esas circunstancias.

El drama se concentra en tres hombres, tres destinos, algunos de ellos corbatillas, otros, incluso, corbatas grandes, pero igualmente metidos en el barro cuando hasta entonces todo era mármol y horizonte de color. Paremos la bobina un momento y pongamos el foco en Chris Cooper, un actor imprescindible en cualquier momento, uno de esos profesionales que mejoran todo lo que tocan y que da lustro a un trabajo de por sí bien elaborado. Su papel: ejecutivo de 60 años, hijos en la universidad y en el paro. En su mirada se ve la creciente bajada al pozo que conduce directamente al infierno. El miedo, el dolor y la certeza de que todo lo que puede hacer ante el desastre será vacuo, inútil, piedras al mar porque nadie contrata a trabajadores de su edad... En suma, un hombre hundido. Con Cooper todo es posible, hasta la salida a la nada que propone con harto dolor de la butaca. El resto del plantel está ahí, cumple (incluido Affleck), pero todos se quedan cortos comparados con Cooper, incluso un estupendo Kevin Costner.

El dilema

Sí hay que poner un pero a la obra, y es que Wells se centre en el modelo de americano medio alto. Habría sido mucho más crudo, aún si cabe, si hubiera retratado a un grupo de mileuristas (mildolaristas en este caso) porque el impacto del hambre, dura y pura, habría sido mayor, y también la identificación del aficionado medio que va a ir a ver el film. Los ejecutivos con Porsche, casa con jardín y colegios de pago exclusivos acongojan, pero mucho menos.

Lo demás duele, y duele mucho, sobre todo cuando el tiburón mayor del reino suelta un símil parecido al que dijo el inigualable Gary Oldman en «El quinto elemento»: «Señor, sobran quinientos mil empleos para nivelar gastos». Mirada de refilón del jefe, y respuesta queda, como quien se quita una mosca de encima: «Echa a un millón». Entre estrenar un edificio nuevo para los altos ejecutivos de los astilleros o despedir a 25.000, ya saben... Pues eso...

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