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EL CLUB DE LOS PINGÜINOS

Primavera de 1989

Escasa memoria va a quedar de las descomunales hazañas y formidables epítetos que allí tuvieron lugar

JOSÉ EUGENIO DE ZÁRATE

Entraba la Primavera con sus mejores galas, de modo que nos fuimos, como un solo pingüino, como todos los años a La Orotava, Casa La Mereja. Y allí, una vez conducidos a lo que casi era uno de nuestros salones primaverales, al lado de la huerta de los aguacates, comimos, bebimos, hablamos y reímos, dentro de la adecuada continencia de la formalidad pingüinal.

Escasa memoria va a quedar de las descomunales hazañas y formidables epítetos que allí tuvieron lugar pero, al menos para cubrir el expediente, vamos a reseñar los siguientes momentos estelares: Aludía Facundo, el ínclito, a la perplejidad que le había producido a una su compañera, de muy buena factura, el libro de reciente aparición: «El sexo no es obligatorio», cosa que él compartía. Lo cual no extrañó a los presentes por ser, de antiguo, considerado Facundo un obeso sexual.

Mason se refirió a la conveniencia de una reunión capitular para tomar decisión acerca de algún miembro al cual sus numerosas ocupaciones le impiden asistir. Creo recordar que se le encomendó a Diego una gestión. Falstaff, hablando de la emancipación de las mujeres dio noticia de aquella precursora de La Orotava, llamada Sofia P, que se hizo telegrafista, y ejerció en la Villa, con el beneplácito y afecto de sus cuatro compañeros que cuando llegó el día de su cumpleaños le mandaron un cortés telegrama, debidamente firmado por todos con sus apellidos: «Muchísimas felicidades Ponte Laso Rizo Conejo».

Como una cosa trae la otra, esta anécdota le hizo recordar la triste historia de Menganito Conejo y su novia A. Redondo, que debieron separarse para evitar problemas en su descendencia. Faber entonces narró lo sucedido a un particular que como se llamaba Juan Cabrón (mejorando los presentes) García, gastó muchísimo dinero para cambiarse el apellido, pasando a ser Juan Cabrón Pérez.

Diego, para ejemplo y emulación, facilitó la historia de aquel honrado ciudadano que obligado por ciertas circunstancias a llegar a su casa de madrugada, invocó una paralización del ascensor en el que hubo de pasar la noche, siendo así atendido y reconfortado por la pariente.

Obligados por la fecha y movidos por sus naturales tendencias, en el acto se leyeron algunos poemas. Fernández leyó de García Cabrera, «A la mar fui por naranjas», «Ya no sé si mis horas son las tuyas»; de N. Estévanez, «La patria es una peña», de García Lorca, «La canción del muchacho de los siete corazones». Arturo Maccanti, de García Cabrera, «Hay familias que vienen de los altos»; Falstaff, la dedicada por Machado a Rubén Dario.

Recordamos luego a Faber, contando lo que le ocurrió al quinto que quería librarse de la mili y aconsejado por un amigo se quitó toda la dentadura. No agradeció el consejo cuando descubrió que tenía los pies planos.

Caía la tarde y ocurrió así que cada pingüino dejando la suave pero tumultuosa compañía (después de hacer una estación en casa D. Egon y saludar allí a un representante de la casa Cifra) hubo de emprender el viaje a la cotidianeidad. ¡Que los dioses les sean siempre propicios!

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