Hazte premium Hazte premium

Mi reliquia invisible

El corresponsal de ABC en el Vaticano, Juan Vicente Boo, acompañó a Juan Pablo II en sus viajes por veintisiete países

Juan Pablo II, anciano y enfermo, estaba exhausto aquella noche. Volábamos sobre Turquía en las última horas de un viaje de casi diez mil kilómetros a Kazajstán y Armenia, emprendido once días después del 11 de septiembre del 2001, cuando buena parte de las certezas del mundo se desplomaron junto con las Torres Gemelas. Era noche cerrada durante el vuelo Yerevan-Roma, al final de un viaje agotador.

Le habían aconsejado cancelar ese viaje a un país de abrumadora mayoría musulmana en vista de la tensión internacional, un problema serio que se añadía a los de la distancia, las cinco horas de diferencia horaria, el párkinson, la artrosis y sus 81 años de edad. Pero Juan Pablo II se impuso, como siempre, y el viaje resultó un éxito tanto en el país de estepas del Asia central como en la pequeña república del Cáucaso, donde visitó el Memorial del Genocidio Armenio de 1915-1916. Allí plantó un árbol y rezó con el patriarca armenio Karekin II. Pero el momento más conmovedor, inolvidable, fue el «Ave María» de Gounod interpretada por Charles Aznavour frente a la llama perenne que recuerda el exterminio de casi millón y medio de sus compatriotas.

Era noche cerrada y volábamos, por fin, hacia Roma. En la mitad posterior del avión, los periodistas, rendidos, empezábamos a quedarnos dormidos de cualquier manera. De pronto, un aviso inesperado de Navarro-Valls: «El Papa recibirá a quien quiera ir a saludarle».

Era imposible que después del tormento que había supuesto aquel viaje Juan Pablo II fuese a añadir el esfuerzo de saludar por la noche a medio centenar de periodistas. Para ese último vuelo yo había metido ya mi traje oscuro en la maleta, y ni siquiera llevaba chaqueta: tan sólo una camisa de tela vaquera. Mi amigo Juan Lara me prestó su americana para saludar al Papa, que permanecía sentado en su asiento, el 1-A, mientras nosotros íbamos pasando para un breve cambio de impresiones.

Un colega italiano, corresponsal de un diario nacional, le hizo una pregunta compleja sobre la crisis militar internacional desatada por el atentado contra las Torres Gemelas. Era un abuso. No se puede plantear eso a un anciano enfermo y agotado. Pero el Papa le contestó con paciencia ejemplar. Después habló con un periodista polaco, al que despidió haciéndole la señal de la Cruz en la frente. Era evidente que Juan Pablo II necesitaba descansar. El lado izquierdo de su rostro mostraba signos de parálisis. Cuando me senté a su lado le dije: «Santidad, yo no voy a hacerle ninguna pregunta complicada…». Se me quedó mirando intrigado, mientras yo continuaba: «…sólo quiero pedirle que me haga la señal de la Cruz en la frente, como a Marek». Sorprendido, el Papa sonrió durante una fracción de segundo. Era la sonrisa que el párkinson le negaba desde hacía años, pero que podía asomarse fugazmente como reflejo repentino, involuntario.

Juan Pablo II me dejó como recuerdo aquella sonrisa, y como reliquia invisible esa señal de la Cruz en la frente. Fueron dos gestos muy rápidos que escaparon al fotógrafo y viven tan sólo en mi memoria. Fueron dos gestos de cariño entre los millones que prodigó Karol «el Grande» a tantas personas a lo largo de su vida. Yo tuve el privilegio de acompañarle como periodista en viajes agotadores a 27 países, de compartir algunos ratos de oración en privado, y de disfrutar viendo de cerca la entrega de su enorme corazón.

La última oración en «su» catedral. En su último viaje a Polonia, en agosto del 2002, Juan Pablo II acudió a rezar en privado en la catedral de Cracovia frente al altar mayor con las reliquias de San Estanislao, el obispo mártir, patrono de Polonia. Detrás de él estábamos un grupo mínimo de personas en absoluto silencio. Fue media hora de plegaria intensa, en penumbra y quietud absoluta. El Papa pidió una lámpara para poder leer. Miraba al altar, leía el breviario, pasaba las páginas con ayudas de cintas y meditaba. Por la mañana había celebrado la misa ante dos millones y medio de personas, en un clima de despedida. Ahora se despedía de «sus» santos: el obispo Estanislao y la reina Eduvigis (Hedwig), cuya fiesta es el 16 de octubre, el día de su elección como Pontífice.

En la tumba familiar. Desde la catedral de Wawel fuimos al cementerio de Cracovia, donde visitó por última vez la tumba de sus padres y su hermano Edmund, médico, fallecido joven durante una epidemia de escarlatina. Era una visita privada. Ni siquiera pudo bajarse del «papamóvil». La artrosis no se lo permitía. Pero se puso en pie y se quedó apoyado con los dos brazos en la ventanilla mientras rezaba en silencio frente a la tumba de su familia. Fue un momento emocionante, doloroso en muchos sentidos. Nadie más dijo una palabra. En muchas mejillas rodaban las lágrimas.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación