El viejo campesino calabrés Salvatore, que fue partisano, redescubre las fuentes de la ternura en su nietecillo Brunettino. Hosco, incordión, devorado por el cáncer, acude a la gran ciudad para ser tratado de ese mal al que ha puesto el nombre de Rusca, una hurona que utilizaba para cazar en el campo. Huésped incómodo en casa de su hijo Bruno y receloso de las normas impuestas por su nuera, Salvatore espera poder transmitir al bebé sus experiencias vitales, sus recuerdos de un tiempo que se perderá con su memoria. Su propia juventud lo asalta con ensoñaciones de un amor perdido en el torbellino de la guerra y que encuentra manso paralelismo con la relación inesperada que establece con la comprensiva y sabia Hortensia.
Todo esto —el paso del tiempo, el cambio de los estilos de vida, las conexiones intergeneracionales, los insospechados caminos del amor, el poder de la ternura— lo relata de forma sensible, emocionante y precisa José Luis Sampedro en «La sonrisa etrusca», la novela cuya adaptación teatral firma Juan Pablo Heras y cuya puesta en escena, a cargo de José Carlos Plaza, evidencia la dificultad de ajustar los recursos propiamente narrativos a las exigencias del escenario. La recurrente traducción de los monólogos interiores de Salvatore como una voz en off grabada resulta abusiva, lo que, unido a la utilización de micrófonos que aplanan las referencias espaciales, interfiere en la noble sentimentalidad del original y enfría la densidad dramática.
La mezcla de elementos escenográficos físicos y proyecciones de exteriores tampoco termina de funcionar. Es en las interpretaciones, fundamentalmente las de Héctor Alterio (Salvatore) y una eminente Julieta Serrano (Hortensia), donde la función gana enteros y rebosa una humanidad y una emoción que superan las dificultades señaladas y llegan certeras al corazón del público.



















