Liberarnos del pecado

Una de las más peligrosas tentaciones que puede padecer el cristiano es creer que a Dios no le importa demasiado nuestros problemas, pues Él está tan cómodo en su gloria, que desde la distancia se compadece de nosotros y espera a que lleguemos a la vida eterna para consolarnos y podernos ofrecer el descanso que necesitamos. Pero nada más lejano de la realidad, pues en el Evangelio de este domingo vemos como Jesús quiere a su amigo Lázaro y a sus hermanas, de tal modo que se conmueve profundamente y llora con una gran pena ante la muerte de aquél que ama. Dios se ha hecho hombre para compartir destino e historia con nosotros. Para saborear en su alma todas las penas de los seres humanos, Dios lloró y sigue llorando mientras exista llanto en la tierra, pues Él no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento humano. Precisamente su gran tarea muriendo en la Cruz fue liberarnos del pecado que es el origen de todo sufrimiento humano. Es verdad que a veces da la impresión que tarda en acudir en nuestro auxilio, e incluso podemos tener la sensación que permite que lo perdamos todo. Pero quiere nuestra fe, es decir, esa confianza en su amor y en su poder que es más fuerte que la muerte. Por eso tanto Marta como María, a pesar que ha muerto su hermano siguen confiando en Jesús y esperan todo de Él, aunque lo hayan perdido todo. Jesús es el Señor de vivos y muertos, tiene poder para resucitar a Lázaro y también lo tiene para sacarnos a nosotros de tantos sepulcros en que muchas veces nos encerramos, debido a los disgustos y penas de la vida. Para ello necesita nuestra fe, que consiste en no dudar nunca de su amor por nosotros, pues nos ha dado pruebas evidentes de ello.