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ABC CULTURAL / LIBROS

En las fauces del lobo

Perrault y los hermanos Grimm cayeron rendidos a los pies de Caperucita, que fue el primer amor de Dickens. Artistas de la talla de Doré figuran también entre sus interminables conquistas

En las fauces del lobo N. Villamuza

luis alberto de cuenca

Uno de los libros más divertidos y jugosos que he leído en mi vida es The Uses of Enchantment. The Meaning and Importance of Fairy Tales (Nueva York, Alfred A. Knopf, 1976), que en nuestros pagos se tituló Psicoanálisis de los cuentos de hadas (Barcelona, Editorial Crítica, 1977, traducción de Silvia Furió). En esa obra, su autor, el psicólogo austríaco de origen judío y después ciudadano estadounidense Bruno Bettelheim (1903-1990) –que estuvo casi un año en los campos de concentración de Dachau y de Buchenwald, pero antes de la Endlösung– analiza los cuentos de hadas y su enorme influencia en la educación de los niños . Los fairy tales más conocidos de la cultura occidental – Caperucita Roja, Cenicienta, Blancanieves, La Bella Durmiente, Hansel y Gretel – proporcionan al niño la posibilidad de identificarse con sus personajes, adquiriendo a través de ese proceso las categorías mentales de justicia, lealtad, amor, coraje... , no como lecciones impuestas, sino como descubrimiento personal , «como parte orgánica –Bettelheim scripsit – de la aventura de vivir». De todos esos cuentos de hadas que constituyen una fuente inagotable de placer estético y de apoyo moral y emocional para la niñez, tal vez Caperucita sea el más genial, desobediente y radicalmente liberador .

En Perrault no hay resurrección propiciada por el leñador, como ocurre en la versión de los hermanos Grimm

«Caperucita –escribió Dickens – fue mi primer amor . Tenía la sensación de que, si me hubiera casado con Caperucita Roja, habría conocido la felicidad completa.» Declarando su amor a Caperucita, el autor de Oliver Twist «reconocía la inmensa ayuda que los cuentos de hadas prestan a los niños, ayudándolos a lograr una conciencia más madura y a apaciguar, así, las caóticas pulsiones del inconsciente » (Bettelheim, página 35). Fue el francés Charles Perrault quien, en sus célebres Contes du temps passé (1697), dio su primera forma literaria a la historia de esa niñita rubia tocada con una caperuza roja – el color rojo siempre simboliza las emociones violentas, especialmente las de tipo sexual – que es al fin devorada por un lobo cruel e inmisericorde. Marc Soriano dedicó un hermosísimo libro de más de quinientas páginas, Los cuentos de Perrault (1968, traducido al español en 1975, Siglo XXI Editores), a explicar por qué un «moderno» radical como Perrault –lo fue, y enormemente activo, en la agria polémica que enfrentó a «antiguos» y «modernos» a lo largo del siglo XVII y comienzos del XVIII– se consagró a la adaptación de unos «cuentos de viejas» que él mismo consideraba pueriles supersticiones.

En la raíz última de sus Contes du temps passé –argumenta Soriano– está la condición de Charles Perrault de gemelo superviviente. Nos lo dice en sus Memorias : «Nací el 12 de enero de 1628 y nací gemelo. El que vino al mundo unas horas antes que yo fue bautizado François y murió seis meses después». Los héroes de los cuentos perraultianos, alumbrados en el venerable pesebre de los mitos más añejos, actúan con la indefensión, el desconsuelo y la soledad con que se conducen los gemelos supervivientes. Cuando Perrault nos cuenta sus historias lo hace con el propósito de tratar de olvidar la muerte de François .

«¡Para comerte mejor!»

Decía Bettelheim –lo suscribo de pe a pa– que tenía a la fuerza que grabársenos en la mente, y de forma indeleble, la imagen de una niña pequeña, inocente y encantadora que acaba en el estómago de un lobo malo. Cómo podríamos olvidar las frases de esa fiera disfrazada de abuela que, poco a poco, con el sadismo del verdugo más refinado, va dando largas a su propio apetito por el procedimiento de responder a las estúpidas preguntas de la sorprendida mozuela. Todavía siento escalofríos al recordar la frase «¡Para comerte mejor!» que preludiaba el crimen impune, porque en el cuento de Perrault no hay resurrección propiciada por el leñador que saca de las tripas del lobo a Caperucita y su abuela, como ocurre en la versión de los hermanos Grimm (inequívocamente más antigua desde el punto de vista antropológico que la más cortesana de Perrault, que no era un folclorista en absoluto y se preocupaba sobre todo por el mensaje moralizante).

El artista que mejor ha entendido la tragedia de la Caperucita perraultiana ha sido, en mi opinión, Gustave Doré . Una tragedia bastante sicalíptica, a juzgar por el grabado que reúne a la niña y a su presunta abuela, o sea, al lobo (con gorro de dormir), bajo las sábanas de una misma cama. Fue ese grabado el que me inspiró la letra de la canción Caperucita Feroz, que tanto éxito tuvo hace treinta años. Fue a través de ese grabado como llegué a la conclusión de que el lobo de Perrault no es un animal de presa sino una metáfora: cuando la niña se desnuda y se mete en la cama con el lobo y éste le dice que sus grandes brazos son para abrazarla mejor, una de dos, o es tonta o está deseando que la seduzcan , porque no hace ningún movimiento para escapar y acaba, por lo tanto, perdiendo alegremente la honra y convirtiéndose en mujer.

Ceder a la tentación

Decía Chesterton, frente a los pedagogos que ya empezaban en aquella época a hacer de las suyas e intentaban prohibir los cuentos de hadas por antipedagógicos, que historias como la de Caperucita de ningún modo inventan el terror, sino que el terror preexiste, reinando en el mundo, y que los fairy tales son la única arma que tienen los niños para tratar de superarlo. Caperucita nos conmueve tanto porque, a pesar de ser una persona buena y virtuosa, cede también a la tentación , lo que viene muy bien para que la existencia del receptor de la historia –o sea, el niño– se haga más habitable dentro de la inhóspita selva oscura, acribillada de tabúes, que es la infancia.

Susana González Marín, en su precioso libro ¿Existía Caperucita Roja antes de Perrault? (Salamanca, 2006), nos habla de que el cuento de Caperucita se remonta a los albores de la humanidad, cuando Maricastaña aún no había tenido su primera regla , y de que existen muchos testimonios de una Caperucita arcaica en la Antigüedad grecorromana y en el Medievo . Según González Marín (y el sentido común, añadiría yo), Caperucita Roja no es un invento de Perrault, sino un arquetipo iniciático que anda navegando por el océano de los mitos desde hace milenios. Por eso no debe extrañarnos que sigan surgiendo –y seguirán surgiendo sin duda en el futuro– mil y una adaptaciones diferentes de Caperucita en el cine, en la literatura, en la plástica, porque los arquetipos son para siempre y están hechos de la misma pasta con que está hecha la eternidad.

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