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Las críticas de los estrenos del 18 de marzo

Los críticos de ABC te desvelan las claves de la cartelera

ABC

«El rito»

POR JOSÉ MANUEL CUÉLLAR

Siete mil películas de exorcismo a la semana hace que uno se lo mire con cuidado antes de ir a ver la enésima. Las productoras lo saben, así que intentan coger al diablo por otro lado que no sean los típicos cuernos, más que nada porque luego te meten un requiebro pues es una res tan toreada que ya se las sabe todas. Así que aquí miraron dos aspectos: el menos manido de la fe y otro aún menos pisoteado, que es Anthony Hopkins en una de estas. Son dos puntos de mira interesantes, cuestiones espirituales que miran más en el alma que en el ojo del espectador. Es por eso que si van a ir pensando en ver cabezas giratorias, sangre, espumarajos por la boca y demás, olvídense porque hay un poco, pero nada que dé que pensar que finiquitaron la fábrica de ketchup y tomates fritos varios. De las variantes utilizadas por Mikael Hafstrom, es la de Hopkins la más valiosa. Siempre ha tenido una mirada peligrosa, inquietante, que promete mil y un males ni siquiera imaginados, así que figúrense si uno tiene al diablo dentro, con todas las posibilidades que conlleva. En una película de mediano (por no decir bajo) presupuesto como esta, el valor añadido que le da una interpretación de primera como la que siempre da Hopkins asegura un nivel como mínimo respetable. Y es que esta clase de actores son como Ozil, todo lo que tocan lo mejoran, como es el caso. Es un asunto pues de fe, pero de fe en una actuación de primera. Que luego la trama en sí sea de segundo nivel es otra cosa. Si es necesario dejarnos engañar por él, lo hacemos con sumo gusto.

«Misterios de Libsoa»

POR ANTONIO WEINRICHTER

Esta fue la gran sorpresa y la «triunfadora moral» en el último festival de San Sebastián. Raúl Ruiz, chileno afincado en Francia donde a veces escriben su nombre Raoul, es un director de culto para quienes conocen una parte de su ingente obra: rueda tanto que es imposible seguirle y eso, y el que más que culto a veces parezca culterano, explica la relativa e inmerecida oscuridad de su figura. Pero esta es una película accesible y absorbente para quien no se haya quedado ciego, sordo y culoinquieto viendo el ruidoso cine comercial. Adaptación de una novela del portugués Castelo Branco, «Los misterios de Lisboa» dura tanto (cuatro horas) como aquélla de otra novela suya que hizo la fama de Oliveira («Amor de perdición»): a ver si el efecto Branco sirve para popularizar a Ruiz. Es una historia escrita cuando la gente tenía tiempo de leer, novelesca, no por literaria sino por caudalosa. Sus mimbres son folletinescos: huérfanos en busca de padre, condesas infelices, padres y maridos crueles, un sistema de castas inexpugnable, derechos de primogenitura… Pero la lectura de Ruiz demuestra que hay que ser moderno para saber leer a los clásicos. La profusa base literaria (ocupa ¡tres! volúmenes) se traduce en una superposición de historias que se cuentan continuamente los personajes, todos tienen una confesión que hacer, un flashback que desembuchar. Este sistema de muñecas rusas, historias dentro de historias, es sólo una forma en que Ruiz nos recuerda que estamos viendo una historia construida. Otra es su deliciosamente artificial puesta en escena, que nunca nos «saca» del todo de la inmersión en la trama pero sirve para ponernos, de nuevo, a cierta distancia «metanarrativa» de la misma: la posición, que aquí nunca es incómoda, del espectador moderno, de ese lector macho que postulaba Cortázar. Nos faltan las palabras, esas mismas que maneja el polígrafo Ruiz y pronuncia con mesura su estupenda compañía de actores, para dar una mínima idea de las delicias que se contienen en este manuscrito encontrado en Lisboa.

«El mundo según Barney»

POR E. R. M.

El director de esta película es Richard J. Lewis pero quien realmente nos la cuenta es Barney Panofsky, su propio protagonista, un personaje curiosamente con muy poco que contar, pero que llena de aliciente y pasión una vida destinada a pasar tan inadvertida como otros varios miles de millones de ellas. Un actor portentoso, Paul Giamatti, consigue que al fundirse con Panofsky brille y crepite de interés lo obvio: una juventud tontuna en Roma, su conformismo laboral como productor de pérfidos seriales televisivos, su impresentable saber no estar en las ocasiones importantes de la vida o su tópico modo de fracasar en sus relaciones y matrimonios... Lewis coge la letra de la novela de Mordecai Richler y le deja a Giamatti que ponga la música, el tono, esa imposible entonación de comedia en algo sumamente doloroso: la descripción del fracaso. Giamatti es uno de los pocos tipos vivos capaces de, apenas sin retoque alguno, interpretar a un treintañero y a un vejestorio, y lo hace en cuerpo y alma para que conozcamos a Barney, alguien odioso que soplaría las velas de la tarta de otro y que se va modelando ante el espectador hasta que le produce algo parecido a la ternura; pero es su propia versión de sí mismo lo que nos cuenta, pues hay en esa historia la sugerencia de otro Barney, la que propone un policía neandertal que lo acusa de asesinato en un libro sin éxito. Como es fácil de prever, la estructura de la historia se atiene a las reglas de lo habitual: el tiempo va y viene y la narración se parte y da vueltas en oportunos “flashbacks”, con el fin de que demos una vuelta casi completa alrededor del peculiar personaje. Hay trozos de su vida, claro, mejores que otros, y al menos dos o tres escenas entre Giamatti y Dustin Hoffman (su embriagador padre) que buscan tanto las risas como las lágrimas. De sus amores fracasados, el más conseguido en lo romántico y en lo melodramático es con la atractiva actriz Rosamund Pike, pero infinitamente más gracioso y patético resulta su choque matrimonial contra el personaje que interpreta Minnie Driver... Pero, en fin, es en ese intercambio de salsas en lo que se encuentra todo el sabor al guiso.

«La mitad de Óscar»

POR E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

Lo más singular y probablemente mejor de esta película es la intención de su director, Manuel Martín Cuenca, de contar un sentimiento. No de contar una historia o el drama de unos personajes, sino, solamente, lo que unas circunstancias concretas y precisas provocan en alguien; algo así como la descripción minuciosa de lo que rellena a ese personaje. La intención, obviamente, no es sencilla, pero la película sí lo es. Se presenta al personaje, un hombre, Óscar, en un entorno en el que se podría decir que es un elemento casi transparente: la árida y solitaria salina donde trabaja como guardia de seguridad, la casa en la que vive solo pero con una ausencia (en el buzón hay dos nombres casi iguales) y la residencia en la que vegeta su abuelo con alzheimer. Manuel Martín Cuenca no repara en gastos para que sintamos el desalojo en la vida de Óscar; gasto de película, de tiempo, de voluntarioso vacío..., todo ello expuesto en planos enormes, fijos, despoblados, tristones que deberían convertir al espectador en alguien tan paciente como su personaje... Y apuesta todo el interés, la sensación de una intriga, a la aparición de otro personaje, la hermana, y al hecho de que comparten un secreto del pasado que los convierte ahora en el revés de un imán. Consigue el director que los diálogos sean tan transparentes, inexistentes y poco interesantes como el personaje de Óscar, lo cual choca con la secuencia más extraña de la película que protagoniza un taxista charlatán... Secuencia como importada de otra historia, de la película de la sala de al lado, pero que, en cierto modo, contribuye a cuadrar el círculo. Rodrigo Sáenz de Heredia interpreta a su Óscar en un obligado blanco y negro emocional, sin el menor atisbo de color o calor, mientras que Verónica Echegui es la contraportada de aquella Juani bigaslunera. El resultado es como si el drama hirviente de sus vidas lo dejaran congelar lentamente, y si alguien considera que hubiera sido más interesante contar lo que se elude que lo que se dice de esta historia, pues tendrá algo de razón y una idea del cine absolutamente contraria a la que ha manejado el director.

«Gnomeo y Julieta»

POR JAVIER CORTIJO

Pues sí, el juego de palabras del título no engaña porque justamente se trata de eso: miniaturizar la madre de todas las «love stories» y hacer que la protagonicen un par de gnomos... pero no los que eran siete veces más fuertes que tú, sino gnomos de jardín, ya puestos. Una premisa que parece engendrada en un maratón de chupitos de peppermint frappé (así se explicaría lo de Elton John y el flamenco con mal de amores) y que, tras pasar de puntillas por la oficina de John Lasseter, sube a la pantalla gentileza de «Filiales Disney S.L.». Y la gracia dura lo que dura: bien poco. Concretamente, hasta que el espectador (incluso preescolar) se da cuenta de que el traje de «Toy Story» le viene grande. Pese a todo, algunos gags bizarros y algunas escenas ingeniosas (las persecuciones en cortacésped) logran que el farolillo rojo animado en 2011 lo siga ostentando «El oso Yogui». Algo es algo.

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