El lavaplatos que acribilló al gran capo
Subcontratado para matar a Leónidas Vargas. Llegó a Madrid desde Canarias a las cinco de la tarde. A las siete y media «ya estaba hecho». «Vine a ver a mi amante», dijo el miércoles al juez
CARLOS HIDALGO
Lo que Jonathan Andrés Ortiz, alias «El Parcero», ha descrito ante el juez como un viaje desde Fuerteventura a Madrid para ver a su amante pudo no ser más que la culminación de una venganza mascada durante lustros por parte de uno de los señores ... de la droga colombianos más sanguinarios, Víctor Carranza, conocido como «El Esmeraldero». Es la pieza que falta en el rompecabezas de la muerte por encargo de José Antonio Ortiz Mora (Belén de los Andaquís, Colombia, 13 de mayo de 1949), más conocido como Leónidas Vargas, jefe del cártel del Caquetá, acribillado el 8 de enero de 2009 en una habitación del madrileño hospital Doce de Octubre. Un crimen al que ni siquiera el fiscal de la causa, que estos días se juzga en la Audiencia Provincial de Madrid, ha podido ponerle precio ni ordenante; pero, en los mentideros de la DEA colombiana, lo que queda del entorno familiar de Vargas y la Policía española, la marca de «El Esmeraldero» está, presuntamente, detrás de la oficina de sicarios que se conjuró para acabar con «El Viejo». Su hermano menor y sospechoso de ser su testaferro en Colombia, Héctor Fabio, moría días después en su rancho de similar manera y también en la cama, aunque acompañado de una actriz de culebrones y ex belleza oficial. Antes, los torturaron.
Johathan Andrés Ortiz, de 26 años y colombiano de Medellín, era el último mono en el engranaje del narcotráfico, pero fue el elegido —por su ex amante, Yuli Carolina Oliveros Rojas, única mujer entre los siete imputados— para que hiciera de pistolero; al menos, así lo dice el escrito de calificaciones provisionales del fiscal. «El Parcero» fue el último en sumarse al plan (que acababa de trazarse y que antes había sido «ofrecido» a otra oficina de sicarios) y también el último en ser arrestado. En su ficha policial le constaban dos domicilios en Torrejón de Ardoz. En efecto, esa ciudad madrileña había sido su último lugar de residencia, con Yuli Carolina, antes de marcharse a Canarias, meses atrás, donde trabajaba como lavaplatos en un hotel, con la documentación en regla. Por una cantidad desconocida de euros (probablemente, de tres ceros), este veinteañero acabó con el gran capo que no sucumbió a enfermedades ni envites judiciales y terroristas de las FARC.
Su ex, siempre según la Fiscalía, compró por 474,86 euros en una agencia de Torrejón el pasaje de Spanair que lo traería de Canarias ese mismo 8 de enero. El vuelo JK5129 aterrizó en Madrid a las cinco de la tarde. A las 19.37, «El Parcero», acompañado de su «guía» hospitalario (que cobró unos miserables 300 euros del botín), entraba en el Doce de Octubre bajo una braga negra, tal y como les captaron las cámaras. Del vestíbulo, a la sexta planta. Luego, bajaron una, hasta llegar a Cardiología, en la quinta, donde estaba ingresado Leónidas con nombre falso. El capo estaba oficialmente bajo arresto domiciliario desde julio, previo pago de 200.000 euros, a la espera de un juicio en el que la Fiscalía Antidroga de la Audiencia Nacional iba a pedir al juez Fernando Andreu 24 años de prisión para Vargas.
«¿Es usted Leónidas?»
Cuando el sicario entró en la habitación de Leónidas, la 543, el narco dormía. Se dirigió a su compañero de habitación, que descansaba en la cama. «¿Es usted Leónidas Vargas?», preguntó. Ante la negativa del enfermo, que falleció después de un cáncer, se volvió a Vargas y le acribilló. «No te muevas, no digas nada. Esto no va contigo», amenazó al otro residente, quien, al escapar «El Parcero» —que avisó entonces por teléfono a sus secuaces con un lacónico «Ya está hecho»—, salió al pasillo presa del pánico, pidió auxilio y se desmayó.
La Brigada de Policía Judicial de Madrid sudó lo indecible desde el minuto uno para que este caso, que acaparó titulares a uno y otro lado del Atlántico, quedara resuelto, y bien resuelto, lo antes posible. Pero no se podían dejar cabos suelos. Por eso, hubo una constante comunicación con sus homólogos colombianos, que rastrearon las llamadas entre miembros de clanes de la droga del sur del país americano hasta dar con conversaciones que «pringaban» a los sospechosos. El 13 de marzo, el Grupo X de Homicidios de Madrid detenía a tres colombianos y un rumano, en Madrid y Móstoles, ciudad dormitorio de la capital de España. Luego vendrían otros dos arrestos más, pero faltaba la persona que encañonó a Leónidas y le descerrajó con una semiautomática con silenciador cinco tiros «muy profesionales», tres de ellos a quemarropa: uno en la barbilla, dos en el cuello y otros tantos en el tórax. Le destrozaron ambos pulmones, aunque, como señala el fiscal, «uno de estos disparos por sí solo hubiera sido letal». Del arma nada más se ha sabido, excepto que, según declararon ante la Policía, el rumano imputado la habría arrojado al río Guadarrama justo después de culminar el ajuste de cuentas.
Pero no adelantemos más acontecimientos. El 29 de junio de 2009, la Policía remitía al juzgado de Instrucción número 17 de Madrid la identidad de Ortiz. Aún quedaban más sorpresas: apenas un mes antes, el sospechoso había sido detenido en Benidorm (Alicante), acusado de tenencia de armas; sin embargo, había quedado en libertad, a la espera de juicio, algo que aprovechó para poner pies en polvorosa. Se había escurrido como un pez entre los dedos. El 15 de julio se emitió una orden europea de detención internacional.
Lo que no trascendió entonces es que ya estaba en Cali (Colombia), de donde aterrizó el domingo, 25 de octubre, en la T-4 de Madrid-Barajas. Al llegar al control de pasaportes, la alerta policial dio resultado: aquel joven era, supuestamente, uno de los asesinos a sueldo más buscados dentro y fuera de España.
Pero, ¿quién era realmente Leónidas Vargas? «Era un narco de los de antes, sin apenas estudios, que, por decirlo de alguna manera, se había hecho a sí mismo. Despreciaba la vida y la muerte. Un tío, a la manera de estos delincuentes, con dos cojones», resume para ABC, en la jerga del colmillo retorcido, un veterano policía que le conoció.
Preso de las FARC
Hijo de campesinos, comenzó como vendedor de carne en su región, luego fortín de los terroristas de las FARC —a quienes financió—, y terminó imbuido en las costumbres horteras que dan las fortunas labradas con sangre ajena: construía las piscinas de sus mansiones con el patrón de la silueta de la novia de turno, donde ahora se ruedan culebrones; levantó una pequeña plaza de Las Ventas en su región, y, ya desde la cárcel, se empecinó en grabar «Cuatro años de prisión», una veintena de narcocorridos, de los que firmó cinco: «Mi voz es favorable para interpretar este tipo de canciones rancheras —declaró—, que requieren de tonos graves y agudos y de largos compases musicales».
Pero, antes, ya se había hecho matón en Florida (Caquetá) y luego socio del mítico Pablo Escobar, jefe del cártel de Medellín. Las FARC, en cuya selva tenía su cuartel general Vargas, le depararon dos de los mayores dolores de cabeza de su vida: la muerte de su hija, en 1990, y su propio secuestro, en 1986, que solo terminó con el pago de 20 millones de pesos y varias radiofrecuencias. Vargas había utilizado su influencia en zonas selváticas y los contactos en Centroamérica para pasar toneladas de cocaína a Estados Unidos. Con el auge de las narcoguerrillas, este país y Colombia iniciaron contactos con algunos cárteles para acercarlos a sus posturas y enfrentarlos con aquellos que se sumaron al narcoterrorismo. Él fue uno de ellos, lo que le granjeó que «El Esmeraldero» le pusiera precio.
Aunque cada dos por tres se le daba por moribundo, sus rivales sospechaban que aún mantenía poder en Colombia a través de su hermano, algo de lo que no tenía indicios la Policía de aquel país. Pero el menor de los Vargas, Héctor Fabio, apareció acribillado a balazos en la cama junto a su novia, Liliana Andrea Lozano. Era el penúltimo capítulo de este «narco culebrón».
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