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¿De Hollywood o de Mayer?

Análisis de la gala que entregó los Oscar 2011

¿De Hollywood o de Mayer?

e. rodríguez marchante

Cada año, cinéfilos de medio mundo, o más, pregonan su disconformidad con los premios de la Academia hasta el punto de esgrimir esa confusión tan certera como envenenada de si se trataba del Oscar de Hollywood o del Oscar Mayer, en alusión a la tradicional industria charcutera estadounidense. Y cualquiera puede divertirse, discrepar, enfurecerse y hasta sonrojarse en multitud de foros en los que se «reflexiona» sobre el acierto o el disparate de la elección, como en mi propio blog.

«El discurso del Rey» ha sido la gran vencedora, ha ganado el Oscar a la mejor película, al mejor director, al mejor actor protagonista y al mejor guion original, lo cual la convierte en un magnífico objeto de inquina para todo aquel que tuviera sus preferencias en cualquier otro título finalista. Es obvio que «La red social», «Valor de ley», «Cisne negro» y varias más de las «nominadas» tenían muchas cualidades para ganar esos premios, pero lo más deportivo será, sin duda, cribar cuáles son los valores de «El discurso del Rey» y si son suficientes para tanto laurel.

Tal vez el valor más obvio de esta película sea uno ya tradicional del cine inglés: lo bien que viste y calza su propia Historia, el encanto, la clase, la esencia y la emotividad con la que recubre a sus reyes y grandes personalidades (una comparación en este sentido con el cine español sería tragicómica), y que en esta ocasión está aliñado además por un magnífico número de ilusionismo, de confusión entre lo pequeño y lo grande, entre la anécdota y la Historia, hasta el punto de que lo esencial es cómo dice sin tartamudear el Rey su discurso, y no el contenido de ese discurso, crucial para el arranque y desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. El valor de hacer, al tiempo, grande y pequeño a un Rey, consiguiendo que su temor, su afán de superación, su capacidad de adaptarse, moldearse y forjarse en ese espejo cóncavo al que le enfrenta su logopeda sea equiparable al de cualquiera de los espectadores frente a su propio espejo... Valor, incluso, para esculpir un personaje como el de ese logopeda, un cantamañanas que nunca deja de mirar de frente a un Rey.

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