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POSTIGO ISLEÑO

Esplendor isleño del almendro en flor

Cuando Néstor Álamo le cantó a los «riscales de Tejeda» y convirtió su canto en himno

JUAN JOSÉ LAFORET

Llueve sobre grancanaria; llueve intensamente pero, entre la densa bruma y el agua gruesa y mansa que fecunda la isla, es imposible no sorprenderse con la imagen bellísima, fiel a su cita de cada enero, de un almendro en flor. El agua, como los seres verdaderamente queridos, nos llega con alegría y más de un problemilla, pero predomina siempre la alegría por un bien necesario y de difícil obtención en el ámbito insular que, precisamente, su escasez es lo que de verdad, siglo tras siglo, ha producido más de un dolor de cabeza a los grancanarios, que miraron con esperanza al cauce del Guiniguada, a la Mina de Tejeda, a la Fuente de Morales, a cientos de pozos y galerías, a las presas, a las modernas desalinizadoras, suspirando por obtener lo que la falta de lluvia les negaba; aunque en ocasiones ha sido tan abundante como aconteció en 1950, pues como informaba ABC, en su edición del 14 de noviembre, habían caído «200 litros por metro cuadrado en Las Palmas» y a consecuencia de ello «…desde Las Lagunetas al Parador de la Cruz de Tejeda la carretera está cortada y el parador aislado…».

La alegría de los almendros en flor, junto con la lluvia, ha llegado doble este final del mes de enero, por lo que la fiesta será intensa en medianías y cumbres, en pueblos y barrios, en las calles y en el corazón de los grancanarios. De nuevo por Valsequillo, Tenteniguada, San Mateo, Cueva Grande, Fontanales, la Cruz de Tejeda y la propia Tejeda, con su balcón abierto a la inmensidad irrepetible de aquella unamuniana «tempestad petrificada», sin olvidar las rutas que desde el sur llevan por Fataga y Los Tiaranajas, las carreteras se llenaran de romeros que se suman a esta primera gran cita anual de la grancanariedad, la Fiesta del Almendro en Flor, en el orbe de un paisaje sugerente que Domingo Doreste Fray Lesco resaltara en su artículo sobre «El paisaje de Tejeda» —donde habló de Gran Canaria como «continente en miniatura», legando el más famoso de los eslóganes insulares—, como «...la parte más digna de ser contemplada…», y al que ABC le dedicaba un hermoso y amplio reportaje publicado el 1 de enero de 1933, firmado por Guillén Peraza bajo el título de «Sinfonía de los despeñaderos de Tejeda», un recóndito lugar isleño donde por estos días de enero «…las tonalidades suaves, blancas, rosadas de los almendros en flor, contrapesan con la aridez de las piedras volcánicas y sus tonos ocres, pardos, amarillos, obscuros, rojos…».

El esplendor de los almendros de medianías y cumbres cada mes de enero nos adelanta la primavera a los isleños, pero también debe en ocasiones compartir el frío, el agua y hasta la nieve que llegan a esta alta cumbre, casi hasta «…convertir a Tejeda en un refugio alpino…», como señalaba el periodista Carlos Sentis en un artículo, publicado por ABC en febrero de 1950, en el que rememoraba su reciente viaje a la isla y recogía experiencias y anécdotas como cuando «… a medio camino entre Las palmas y la cumbre de Tejeda junto a la lumbre de un hotel del pueblo de Santa Brígida, me encontré con un profesor de la Universidad de Zurich…» que no dudó en afirmarle que las Islas Canarias son «… una de las zonas geológicamente más interesantes del planeta, por no decir la más interesante…».

Un año mas por estos días recordaré al inolvidable periodista y amigo Luis Jorge Ramírez, que tanto hizo en favor de la constitución formal de esta fiesta, y a todos sus compañeros de la Junta Directiva del Centro de Iniciativas y Turismo, quienes, con el Club Juvenil de Tejeda, arroparon a su Ayuntamiento, hace ya treinta y nueve años (como recuerda en el pueblo de Tejeda una placa colocada por el CIT en 1996), para dar el impulso definitivo a esta ya arraigada celebración, fiesta íntima y hasta espontánea de una isla que encuentra en ella su rostro mas luminoso, encendido en la capa rosácea de las flores de sus almendros.

Se prendió entonces una mecha que ardió con fuerza, pero una mecha que venía también de atrás, cuando Néstor Álamo le cantó a los «riscales de Tejeda» y convirtió su canto en himno insular, cuando Domingo Doreste Fray Lesco esperaba que algún día «…comprendamos la magnificencia de estos bosques seculares…», cuando Francisco González Díaz comprometía a todos con la pervivencia del árbol en la isla, ó cuando el poeta grancanario (por nacimiento) Nicolás Estévanez , entre muchos otros árboles, escogía el almendro para cantar a su «…dulce, fresca e inolvidable sombra…». Amor al árbol que cuajó en una fiesta propia y de arraigo en la isla, que tampoco puede olvidar a otros personajes que también propiciaron esta pasión por el arbolado insular como fueron los alcaldes Hurtado de Mendoza y López Botas, o el propio José de Viera y Clavijo.

No se equivocaba aquel sacerdote que en su sermón, allá por los primeros años setenta, en la misa del sábado por la tarde en la Parroquia de Tejeda, cuando fui por primera vez a esta fiesta, nos decía a los niños que no rompiéramos las flores de los almendros, que era un pecado muy feo. Sí, no se equivocó, los almendros son ya sagrados para los grancanarios, como señera es su fiesta, en la que el alma isleña se regocija con las esencias de su propio ser y sentir, en la que el grancanario abre de par en par las puertas de su corazón hospitalario, y en la que la isla hace de la cumbre el altar de sus tradiciones y de su esperanza en el futuro.

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