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«Las voces encendidas»

Carlos Aganzo. Visor Libros. Madrid 2010. 56 páginas. 10 euros. XX Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma

ABC

MANUEL DE LA FUENTE

El barco es la palabra. Un remo, la poesía; el otro, el periodismo. Y al timón de este noble y secular bajel, Carlos Aganzo, poeta y periodista («el periodismo es literatura de urgencias, y la poesía de permanencias», dice el director de «El Norte de Castilla»), autor de varios títulos, el último de los cuales, «Las voces encendidas», obtuvo el XX Premio Jaime Gil de Biedma. Versos cálidos, acompasados con el ritmo del corazón y la ternura.

Poemas donde la conciencia se dibuja con el compás de un puñado de endecasílabos. Versos de una edad de la inocencia que ya quedó definitivamente atrás. Voces, sí, muy encendidas, de alguien, como Aganzo, que ha crecido con los versos en la mano «de Machado, Bécquer, Neruda, Hernández, Rafael Alberti o Lorca. Más tarde, San Juan de la Cruz, que es un poeta que me ha acompañado y que me acompaña siempre. Después he seguido de cerca la obra de otros grandes poetas como Vallejo, Rosalía de Castro, Guillén, Cernuda, Diego, Paz y, más cerca de nuestro tiempo, Claudio Rodríguez, Brines, Colinas, Valente…».

Padrinos, también encendidos, de un poeta que no se queja, ni reniega de su oficio, sino que cree que en un mundo como el nuestro « la poesía ocupa un lugar cada vez más amplio y privilegiado . La nómina de poetas, incluso de buenos poetas, es inmensa, y las posibilidades de acceso a la poesía, en recitales, libros o a través de Internet, mayores que nunca. Aún así la poesía, en su verdadera esencia, sigue siendo una expresión reservada a esa “inmensa minoría” que decía Juan Ramón. Siempre ha sido necesaria, pero en este mundo invadido por los ruidos y los productos de usar y tirar, se ha convertido en algo absolutamente imprescindible».

«Tiene este sol de octubre / un cataclismo de banderas verdes / que bajan por los valles de la sangre / a buscar unos brazos / a salvo del dolor y la barbarie», escribe Carlos Aganzo, y cada sílaba es un tremolar de conciencias: «Belleza y conciencia siempre han sido compatibles en la mejor poesía, desde Ovidio hasta María Zambrano —explica—. Si el poeta persigue sólo la belleza, corre el riesgo de quedar ciego por sus brillos, de convertirse en un ser ensimismado e incapaz de comunicarse con ninguna otra cosa que no sea él mismo y sus sensaciones. Si el poeta persigue únicamente la conciencia, corre el peligro de transformarse en político o, en el mejor de los casos, en pensador. La poesía que transforma es la que nos revoluciona a través de la belleza» .

El espacio de las preguntas

«O quizás retirarse / donde habita el olvido / y dejar para nadie / versos que ayudan a entender el mundo, / palabras de consuelo /para las horas grises, / retamas de verdad / en el fulgor incierto de la noche?», se pregunta el poeta. ¿Pero qué fue de las respuestas? «Para mí, la poesía es precisamente el espacio de las preguntas, no de las respuestas —subraya Aganzo—. En todo caso, el poeta plantea las preguntas y es el lector el que puede responderlas desde la verdad de su corazón. Si no hay emoción, si no hay misterio, si no hay realidad trascendida, si no hay ese “no sé qué” que decía San Juan, no hay poesía . Tratar de dar respuestas es entrar en el terreno del pensamiento y de la filosofía, que se encuentra muy próximo, pero no es el terreno de la poesía».

Y de banda sonora de estos versos, de emocionante acompañamiento de estos poemas, jazz, mucho, muchísimo jazz, porque, como concluye el poeta en un vibrato incendiado «el jazz es una música rebelde que camina siempre pendiente de los pulsos del corazón; es una música que nos eleva y nos hace libres; que nos transforma; que surge del dolor y, sin embargo, alcanza la armonía. El jazz, como la poesía, representa la revolución de la belleza».

Y el eco de un saxo se pierde, máso menos alrededor de la medianoche, llueve detrás de los cristales, llueve y llueve, y entre teletipos, primicias y versos de San Juan, diluvian y diluvian voces encendidas.

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