«Aquelarre»
Editorial Salto de Página. Madrid, 2010. 416 páginas. 22 euros
El terror es un género propio de sociedades acomodadas que, una vez cubiertas sus necesidades esenciales, necesitan aproximarse a ese horror del que su bienestar les ha alejado. Es lógico que no haya sido frecuentado por la literatura española, tan cercana siempre a la descripción fiel de la precariedad. Por lo tanto, la propia existencia de “Aquelarre” define un cambio en el perfil de nuestros escritores y en nuestra sociedad. Por un lado, los autores ya no tienen que mirar exclusivamente hacia las penurias del día a día. Por otro nuestra leve prosperidad permite que contemplemos el mundo desde otra perspectiva, que buceemos en lo inconcebible.
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¿Qué es el terror? El más extremo de los miedos nos enfrenta cara a cara –o, lo que es peor, sombra a sombra- con aquello que no deseamos contemplar. Con aquello que ignoramos a conciencia, aunque los sueños se empeñen en recordarlo, gracias a una bien trabada combinación de supersticiones y rituales. El terror plantea una ruptura extrema con la realidad compartida –que no con la realidad- y desafía los límites de nuestro mundo –que no los límites del mundo, mucho más anchos y ajenos-.
Diversidad y coherencia
Si hubiera que destacar uno solo de los relatos sería el de Juan Ramón Biedma
Combinar diversidad y coherencia no resulta fácil pero esta antología lo consigue. Antonio Romar y Pablo Mazo no se sienten limitados por criterios generacionales, ni locales. Tampoco temáticos porque el terror, como todos los sentimientos esenciales, posee una amplitud oceánica. Para comprobarlo solo hay que comparar las miradas de los autores elegidos, que oscilan desde la elegancia victoriana de Marian Womack al imperecedero psicologismo de Cristina Fernández Cubas, pasando por el estilizado realismo de David Torres. También es muy distinta la posición en el mercado editorial de los antologados, que incluyen autores próximos al gran público como Félix J. Palma o Care Santos , prometedoras esperanzas, como Matías Candeira, clásicos de las tinieblas, como Pilar Pedraza, o semidesconocidos, frecuentados solo por adictos al género.
Los antólogos poseen una condición próxima a la autoría porque no solo la elección de textos y escritores es suya. También lo es el orden, el ritmo interno del libro, tan importante en toda recopilación de relatos y más en uno de estas dimensiones y diversidad. Optan por una edición cuidada y un diseño revelador, que mezcla los cuervos -propios del terror más clásico, de esas brujas que alentaban las ambiciones de Macbeth-, la mansión de Norman Bates y la silueta del toro de Osborne, símbolo de nuestros terrores más atávicos.
Si hubiera de destacar uno solo de los relatos escogería el de Juan Ramón Biedma, no tanto por su calidad sino por el decidida búsqueda de nuevos territorios terroríficos, adecuados para una sociedad como la nuestra. Territorios dominados por la cotidianeidad porque ningún castillo embrujado, ningún zombie resulta más desasosegante que los trabajos infames, la agonía de los enfermos o la cola del paro.
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