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EL CALLEJÓN DEL GATO

FERNANDO URDIALES

Más allá de los títulos de las obras, Teatro Corsario, siempre dirigido por Urdiales, ha roturado un estilo propio

JOSÉ GABRIEL ANTUÑANO

COMO tantos otros hombres de la escena española contemporánea, Fernando Urdiales comenzó a hacer teatro en su época universitaria. La dictadura finalizaba y los escenarios universitarios se alzaba como plataformas de reivindicación: se mezclaban argumentos, se demandaba una ruptura política, las representaciones siempre comenzaban con expectación y terminaban sólo a veces. El teatro era arte, pero también compromiso y política. Al igual que otros de su generación, se formó en la práctica de la escena, con la ayuda de otros actores, Quintana entre otros, con intuición y muchas lecturas: toda una labor de autodidacta en la que no cejaría en una búsqueda permanente de perfección.

Con su Corsario, prosiguió por las vías del teatro comprometido, pero pronto comprendió, según me confesó en múltiples charlas mantenidas, que podían zozobrar. El público no estaba preparado o, por otros motivos, rechazaba el teatro de Artaud o Handke. Se hacía obligado buscar nuevos caminos y los encontró, después de tantear a Jardiel Poncela, en los clásicos. Primero probó con los pasos de Lope de Rueda y después, tras un duro trabajo versal de toda la compañía con la profesora Josefina Araez, con los clásicos del siglo de oro. Muchos títulos vienen a mi cabeza pero, entre todos, selecciono tres: «Clásicos locos», una deliciosa e ingeniosa selección de entremeses, de varios autores áureos del teatro español; «La vida es sueño», sobria, elegante y muy clara; y «Asalto a una ciudad» de Lope de Vega, donde incorporó marionetas en algunas espectaculares escenas; vía, la de los muñecos, que procuraría a parte de la compañía éxitos incontestables.

Más allá de estos títulos, Teatro Corsario, siempre dirigido por Urdiales, ha roturado un estilo propio: respeto a los textos, búsqueda de la corrección a la hora de decir el verso, una aproximación a un moderado expresionismo, más evidente en unos montajes, la vivacidad de sus personajes, el empeño por buscar la condición vital del hombre y la conexión con sus contemporáneos. Por este último motivo, Urdiales prefería más a Calderón, al de la búsqueda existencial, que al de los autos o las comedias; y más que a Lope de Vega, aunque su último montaje fuera «El caballero de Olmedo». Su espina, cuando su trayectoria estaba reconocida, se llamaba Shakespeaere y afrontó un drama arriesgado «Tito Andrónico». Sus últimos años en la dirección del Festival de Teatro Clásico de Olmedo, fueron la realización de un sueño, que su muerte no truncará.

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