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Columnas / EL ÁNGULO OSCURO

Estado de alarma

Rubalcaba sonríe contemplando este ensayo del estado de alarma que decretará cuando nos intervengan la economía

Día 06/12/2010
HACE unos pocos días, un amigo oficial, después de pintarme con tintes amargos el proceso orgiástico de destrucción del Ejército, al que Zapatero ha convertido en una burocracia feble y pastueña, sin Dios ni patria ni rey, me resumía así su porvenir:
—Terminarán convirtiéndonos en sonrientes repartidores de condones por los arrabales del atlas.
Y, como si Rubalcaba nos hubiese escuchado desde el puesto vigía de Sitel, se decreta el estado de alarma en España, y vemos a los militares patrullando los aeropuertos, como en aquellas películas de ciencia-ficción casposa de los años cincuenta en las que el ejército americano se movilizaba para detener una invasión de alienígenas cabreados. Llamo a mi amigo oficial, a quien encuentro todavía más soliviantado:
—¿Y por qué sacaban en procesión al ejército en aquellas películas casposas? Pues para que, si al día siguiente había que movilizarlo de veras por alarma nuclear o ataque de los rusos, la gente idiotizada no se pusiese histérica. Lo mismo ha hecho ahora Rubalcaba: por temor a los desórdenes que pueda causar la intervención de nuestra economía en las próximas semanas, ha decretado ahora el estado de alarma. Así, este simulacro le sirve de ensayo general; y, cuando la intervención de nuestra economía sea un hecho, la declaración de estado de alarma será percibida como algo rutinario.
Rubalcaba tal vez no sea el Metternich que los panolis de los servicios de información yanquis se imaginan, pero desde luego es más listo que el hambre, con esa inteligencia tenebrosa y marrullera que es uno de los signos distintivos del genio hispánico, en su versión truhanesca o cucañista. Rubalcaba sabe que el resentimiento atávico de los españoles precisa, después de ser concienzudamente alimentado, de un muñeco de pimpampum al que se pueda hacer responsable de todas las calamidades que nos afligen. En otras épocas de la historia, los gabachos o los jesuitas desempeñaron a la perfección este papel; y en esta época más bajuna o suburbial de la historia tal papel se asigna a colectivos diversos, desde los obispos a los controladores aéreos. Estos últimos son todavía más eficaces como muñecos de pimpampum que los primeros, puesto que ganan un pastizal (o al menos así lo pregona la propaganda, que también nos martillea las meninges con la consigna de que el pastizal lo ganan por culpa de la derecha), ligan con las azafatas de los aviones (que son la fantasía erótica del españolito medio) y tienen en su mano jodernos el puente de la Inmaculada Constitución, que es el desahogo último que le resta a la gente cuando olfatea que, a la vuelta del puente, se va a quedar sin trabajo. Conque Rubalcaba los obliga a trabajar a punta de pistola (como algunos controladores afirman que ha ocurrido) y el resentimiento social se aplaca: dicen que los duelos con pan son menos; y, a falta de pan, buenas son tortas, sobre todo si las tortas se las llevan, manu militari, esos pijos de los controladores aéreos. Así, el parado sin esperanza al que acaban de birlarle la limosnilla de cuatrocientos euros que Zapatero le había prometido puede al menos, en sus tardes sin pan, consolarse pensando que los controladores aéreos no se quedaron sin tortas.
Y Rubalcaba, nuestro Metternich de patio de Monipodio, sonríe, tenebroso y marrullero, contemplando este ensayo general del estado de alarma que decretará cuando nos intervengan la economía, como el pirómano sonríe contemplando el desalojo por simulacro de incendio del edificio al que tal vez mañana prenda fuego.
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