Ya había ocurrido antes. Con la aprobación de la Ley de Partidos y la ilegalización de Batasuna, por ejemplo. Se nos intimidó con el infierno al que nos arriesgábamos, con el apocalipsis de una contienda civil irresoluble. Hoy, Batasuna, más debilitada que nunca, suplica a ETA que le abra un espacio para presentarse a las elecciones, el plan de Ibarretxe duerme en un cajón el sueño de las extravagancias imposibles y el PNV garantiza el fin de legislatura a un partido que contribuyó de manera determinante a la tramitación de aquella ley.
Los profetas de la catástrofe volvieron con sus funestos augurios cuando ya era una evidencia que el Tribunal Constitucional, en cualquiera de sus alineaciones imaginables, iba a amputar partes esenciales del texto del estatuto catalán: algo se rompería definitivamente en la relación entre España y Cataluña porque el pueblo catalán, humillado en sus aspiraciones nacionales, se plantearía un futuro sin España. No será a corto ni medio plazo, a lo que parece. Y los plazos largos no existen en política. El debate sobre el estatuto se ha esfumado de la campaña electoral por la sencilla razón de que los partidos que pronosticaban males sin cuento hace sólo unas semanas se han rendido finalmente a la evidencia de que a sus votantes les preocupan antes muchas otras cosas.
Les queda un argumento: la desafección. La abstención que prevén las encuestas, próxima al cincuenta por ciento, sería el resultado del alejamiento de los ciudadanos de la política como consecuencia de esa frustración. Pero se trata de un argumento tramposo. Los catalanes ya estaban muy lejos de su partidos cuando, hace cuatro años, sólo una minoría del censo aprobó el estatuto. Como reconocieron en su día los propios grupos que la impulsaron, la reforma del estatuto no obedeció en origen a una demanda social. Y parece que sigue siendo así.



