Néstor Kirchner vuelve a la Casa Rosada para recibir el último adiós de Argentina
Ausencias de algunos líderes peronistas en el velatorio, instalado en el palacio presidencial; hoy será enterrado
La viuda del jueves llegó de negro. El vestido, las gafas y el bolso, negros. En un cajón cerrado estaba su marido. Los hijos que tuvieron la abrazaban, la besaban y lloraban. Ella, a veces, también lloró. Llegaron presidentes del continente, sindicalistas y políticos. También plañideras, jóvenes, viejos, militantes y amigos. Dicen que la cola en la calle rondaba los dos kilómetros. La mujer posó su mano sobre el féretro. El hombre que estaba dentro fue su marido durante 35 años, el padre de Máximo y de Florencia, su compañero, su socio antes y después de que ella fuera jefa del Estado en Argentina.
Cristina Fernández presidió ayer el velatorio de Néstor Kirchner. No era un señor corriente, era su esposo, su héroe, el único al que se dirigía en tercera persona y por el apellido. A él, en su despedida, le abrió las puertas de la Casa Rosada. Ni Juan Domingo Perón tuvo ese privilegio después de muerto pero Kirchner, aun sin vida, sigue siendo Kirchner. El lugar reservado para rendirle tributo fue el «Salón de los Patriotas Latinoamericanos».
El desfile de los presidentes vecinos empezó por la mañana y terminará hoy con su entierro. El boliviano Evo Morales, en aquella sala con retratos del Che Guevara, Simón Bolívar y Tupac Katari (mártir indígena), se declaró «huérfano» del líder que le guió con «recomendaciones y sugerencias». Rafael Correa, ideólogo de la designación de Néstor Kirchner como secretario general de Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) anunció «nuestro abrazo a su compañera de lucha… El mayor homenaje que le podemos hacer es ratificar nuestro compromiso de construir esa patria grande en América Latina que tanto soñó». De Chile llegó Sebastián Piñera con una reflexión: «Es una pérdida no sólo para Argentina, para toda América Latina». Desde Montevideo José «Pepe» Mujica cruzó el río de la Plata, el mismo «que nos separa y nos une», sentenció.
Entre ellos no estaba Eduardo Duhalde, el ex presidente que apadrinó a Kirchner (éste luego le dio la espalda). Tampoco el actual vicepresidente, Julio Cobos. Se echó en falta a más gente pero algunos recibieron sugerencias de ausentarse para evitar tumultos. Y otros no quisieron estar. El infarto que le mató no se llevó las pasiones desatadas por él. Ni las buenas, ni las malas. Hoy se espera, procedentes de España, a la ministra de Exteriores, Trinidad Jiménez, y a Felipe González
Doloroso el trago. Un sorbo de agua, más abrazos, besos al aire para agradecer el peregrinar del gentío. Maradona al pie del ataúd. Desconocidos, la mayoría a paso lento. La presidenta piensa el gesto. Una madre sin hijo le ha dado su pañuelo con el nombre impreso. Ella, aguantando las miradas, lo coloca sobre el cajón, sobre ese féretro donde está encerrado lo que queda de su marido. Sin cristales, sin mirillas. Con certeza, para que nadie lo viera. Quizás, para que todos lo recordaran tal como era o, si es posible, mejor de lo que fue.
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