¿FUI feliz? Ni en broma escribiré eso. Leí un montón de libros, más libros que en el resto de mi vida. Pero es que, a los diecisiete, uno no necesita dormir mucho. De mi llegada a la Universidad, en 1967, dos cosas quedarán en mí: el desorden minucioso de la vida y el vértigo de caer en un pozo tan sin fondo como el de la Alicia de Lewis Carroll, sólo que poblado por anaqueles, no de brillantes confituras que anticipan la Tierra de las Maravillas, sino de adustos libros con los cuales sedar nuestra hosca tierra. Y estuvo bien, ¡qué demonios! Ni empachado de lisérgico diría que fueron años felices. Pero aprendí. Incluso para equivocarme más allá del sensato límite convenido, aprendí fastuosamente. Soy de una generación de bibliómanos. Que es decir, de locos. Al modo pascaliano: «no saberse loco, es la forma extrema de la locura». De la desdicha, no; pero, ¡de cuánta necedad nos salvó, sí, aquella sobredosis tipográfica!
Puede que no hubiéramos leído aún al Borges del «ya no seré feliz, hay tantas otras cosas en el mundo». Pero es verdad que las hay. Tantas. Y que la única puerta de acceso era la letra escrita. Y claro que en la letra escrita también hay la bazofia. Porque en nada que sea obra de los hombres es la bazofia escasa. Pero un solo par de versos de Homero —los que dicen, por ejemplo, el llanto de los caballos ante Patroclo— consuela más que media docena de vidas sin Homero. A eso se reduce todo. Habíamos dado en nacer, para nuestra malaventura, en el triste país que era éste en los cincuenta. Nada real valía la pena; nada real hacía desear más que no haber nacido. Y, si no el paraíso, aprendimos muy pronto el paréntesis que puede blindar, frente a lo horrible, una —aunque fuera precaria— biblioteca. Hoy, pasado el tiempo y unas cuantas vidas, habito en una. De verdad. Que es lo único a lo que se podrá llamar mi biografía cuando me vaya. Biblioteca. No la había en la casa sombría de mis años cincuenta. Y, sin embargo, siempre viví atrincherado tras los libros. O lo recuerdo así, tal vez porque no existe —no me existe— otro modo de tolerar el pasado. No he hecho una cosa a derechas en mi bendita vida. Pero, ¡Dios!, ¡qué lujo inmerecido, tantas cosas leídas!
¿Quién lee hoy? ¿Con qué sedantes se suple aquel «fármaco prodigioso» —la fórmula es de Platón—, al cual, durante dos mil seiscientos años, hemos venido llamando escritura? «Intrascendente juego», dice él, pero tan incomparablemente divertido. ¿Cómo juegan los que no leyeron? Porque leer es ya hoy un anacronismo. En la Facultad a la cual llegué para no salir en el 67, las tesis doctorales están plagadas hoy de faltas de ortografía; su sintaxis, puede que pertenezca a alguna recóndita lengua no indoeuropea que yo no reconozco. Recuerdo con ternura el día en que un grupo de chavales, sin duda aplicados, me hizo observar, ante mi empecinado uso del calificativo «epicúreo», que eso era castellano antiguo. Ese mismo día firmé mi solicitud de ser prejubilado. Pero no de mi cátedra de la Complutense, no. De este mundo, de esta vida con la cual ya nada comparto.
Me gustaría soñar que esto puede aún «regenerarse», como aquí, en ABC, llaman a hacerlo cabezas menos hastiadas que la mía. ¡Ojalá! No lo creo.