¿Dominico Greco amigo de Cervantes?
En 1579 residían en Roma ambos prohombres ignorándose, claro, pero ambos, eso sí, bebiendo en las mismas y preclaras fuentes del Renacimiento
POR JOSÉ ROSELL VILLASEVIL
El cura de Santo Tomé, Andrés Núñez de Madrid, de notoria e inequívoca ascendencia judaica, no obstante ampliamente resputado y querido en la Ciudad de los Concilios, tenía una hermana en Esquivias, doña Elvira de Toledo, viuda a la sazón de uno de los importantes ... hidalgos de «aquel lugar por mil causas famoso»: don Antonio de Ávalos o Dávalos.
El muy reverendo señor Andrés Núñez, como le denominaran cariñosamente los esquivianos, de quienes gozaba de gran admiración, solía visitar con frecuencia a su hermana y sobrinas, Elvira y Ángela, contando con muchos e íntimos amigos entre los que se hallaba el clérigo don Juan de Palacios, tío carnal de doña Catalina, la exquisita y silenciosa compañera de Miguel de Cervantes. Relación que era extensible a todos los miembros de aquella familia.
Doña Elvira de Madrid fallecía en el año 1582, lo cual no fue óbice para que el ilustre cura de la histórica parroquia toledana dejara de visitar el querido pueblecito sagreño donde continuaran viviendo, hasta el matrimonio respectivo, sus nobles sobrinas.
Curiosamente, hay varios documentos eclesiales en Esquivias donde se viene a comprobar cómo el «muy reverendo don Andrés», con la anuencia de los curas propios del lugar, intervenía como oficiante en algunas de las bodas, bautismos, o velaciones para honra de sus amigos o de los hijos y otros familiares de éstos.
A partir del 12 de diciembre de 1584, fecha de su boda, se incorporaba al bendito lugar toledano un nuevo y peculiar vecino, Miguel de Cervantes, justamente el que lo había de llevar, sin sospecharlo, entre los agraciados pueblos del mundo, al propio reino de la fama. Pero al mismo tiempo, también, un nuevo amigo para don Andrés, providencial intermediario para su conocimiento personal con el mítico artífice de «El Expolio», o del sugestivo retrato de «El caballero de la mano en el pecho».
Como curioso antecedente —luego irán saliendo más paralelismos—, podemos decir que en 1570 residían en Roma ambos prohombres ignorándose, claro, pero ambos, eso sí, bebiendo en las mismas y preclaras fuentes del Renacimiento: el uno con las Artes, el otro en las Letras.
Por aquel tiempo Cervantes —y hasta la primavera de 1587, en que el destino le paseará por el largo periplo andaluz—, mano derecha de su viuda madre política, como «desfacedor» de los muchos entuertos de índole económica que en Toledo había perpetrado el manirroto esposo, don Hernando de Salazar, Miguel se trasladaba con suma frecuencia —alternándolo con Madrid y su teatro, en plena actividad— a la antigua joya capitalina del Imperio.
¿Dónde se hospedaba? Parte tenía a su libe disposición de una estupenda casa en el Andaque, propiedad de su nueva familia. Pero lo hacía, normalmente, en el hogar —otro de los espacios del gran edificio— de María de Cárdenas, la prima de su esposa que había matrimoniado con el hidalgo de Toledo don Francisco de Guzmán, y allí residían con su numerosa prole, la mayoría de cuyos vástagos ocupara importantes cargos en la Administración toledana. Familia con la que Miguel mantuviera siempre una cordialísima amistad.
Pues bien —otra vez la mano venturosa del destino—, por aquellas calendas, el tercero de aquellos mocetones, Gonzalo de Guzmán Salazar, entablaba fructífera relación amorosa con doña Elvira Dávalos y Toledo, una de las sobrinas del tantas veces mencionado don Andrés, cuyo matrimonio se llevó a cabo en Esquivias el 26 de diciembre de 1586. ¿Asistirían Miguel y Catalina a la boda?
El día 18 de marzo de 1586, el Greco se obligaba con la iglesia de Santo Tomé, representada por su mayordomo Juan López de la Cuadra, a pintar en lienzo «una procesión de cómo el cura y demás clérigos estaban haciendo los oficios para enterrar a Don Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la villa de Orgaz, y bajaron Santo Agustín y San Esteban a enterrar el cuerpo «deste» caballero, el uno «tiniéndole» de la cabeza y el otro de los pies, echándole en la «sepoltura», y fingiendo alrededor mucha gente que estaba mirando; y encima de todo esto se ha de hacer un cielo abierto de gloria…».
Era, pues, el cura de Santo Tomé quien, interpretando fielmente la enjundia trascendente de las tradiciones toledanas, ofrecía a Theotocopuli el diseño del que habría de ser su «buque insignia» pictórico, gloria del mundo y de manera muy especial de la ciudad de Toledo.
Aparte de otros paralelismos, que distinguen la vida y obra de estos dos singulares personajes, cosa que trataremos de desglosar en próximos trabajos, nos llaman poderosamente la atención dos de las coincidencias que vienen a concurrir dentro del el triángulo Cervantes/ Núñez de Madrid/ Dominico Theotocopuli: El presunto parentesco, o proximidad muy afectiva del cura de Santo Tomé con doña Jerónima de las Cuevas —«La Dama del Armiño»—, amante de El Greco y madre de su hijo natural, Jorge Manuel, así como la cariñosa mención que Cervantes nos ofrece, en «La ilustre fregona», del doctor Rodrigo de la Fuente —«el médico con más fama de Toledo» —dice—, como efectivamente lo fuera en el último tercio del S. XVI, así como catedrático de la antigua Universidad, quien también tuviera altos visos de poeta, dominando muy bien la lengua latina, quien era familiar muy cercano, sin duda alguna, del cura de Santo Tomé, don Andrés Núñez de Madrid.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete