No encontrarán la palabra en el Diccionario de la Real Academia. A mí me la mencionó mi buen amigo Emilio Ruy Vilar, el Presidente de la prestigiosa Fundación Gulbenkian, cuando juntos merodeábamos por la tienda de regalos del Museo Nobel, en Estocolmo. ¿Estás buscando algún «pongo»? me interrogó en su perfecto español. ¿Qué es eso? le contesté. Los pongos, me dijo, son esos objetos que se compran en tiendas de «souvenirs» u objetos típicos y que cuando volvemos a casa, tras un viaje, nos preguntamos «y ahora ¿dónde los pongo?».
No soy un comprador compulsivo de recuerdos, pero confieso que alguna vez he pecado aportando «pongos» de inciertos destinos. Pero debo ser un «rara avis» porque los «pongos» se venden como churros. Incluso hay coleccionistas de esos adminículos frecuentemente horteras, y casi siempre inútiles. De esa manera puedes tener juntos a la bailarina hawaiana de talle de avispa que se mueve, sensual, con un hula-hoop, al perro San Bernardo que, barrilito de «cognac» al cuello, busca entre la nieve al viajero perdido; a un mono guasón que al apretarle la barriga, muestra sus partes; sin hablarles de esa pléyade de vasitos decorados como si fueran vidrieras, esos dedales de fina porcelana que jamás se usan, los pastilleros con la torre Eiffel , las cucharillas de plata de estilo churrigueresco o esas botellitas del más genuino licor local que provoca, al beberlo, una inevitable perforación de estómago. El censo de los «pongos» es infinito y su estética más que dudosa, pero la gente sigue adquiriéndolos porque no suelen ser caros, cumplen con la finalidad social del regalo y testimonian la ausencia del viajero. Que no sirvan para gran cosa es un tema menor que no justifica su inutilidad. Así que pongan un «pongo» en su vida y, sobre todo, traten de encontrarle un hueco en su casa.


