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La Noche de jugar a ser un niño

Las atracciones de la Gran Vía y Cibeles colapsaron de espectadores la ciudad. Más de 700.000 personas participaban a la medianoche

ÁNGEL DE ANTONIO

C. HIDALGO/ V. SAURA

Como si del decorado de la película «Metrópolis», de Fritz Lang, se tratara, la Gran Vía apagó sus luces al caer el sol para dibujarse industrial y futurista. A sus costados, como hormigas desconcertadas por el espectáculo, los verdaderos protagonistas de La Noche en Blanco: los ciudadanos. La centenaria arteria palpitó a ritmo de piqueta durante toda la noche.

Dos excavadoras de rostro devorador hacían de poste para un gran luminoso de letras rojas que alternaba estos dos mensajes: «La Gran Vía. La Gran Obra». Era la entrada a una especie de parque de atracciones, oscuro, frío y metálico, donde el único requisito era jugar: jugar a ser un niño, tanto quienes lo son como quienes hace mucho que dejaron atrás la infancia. Porque los dos «subibajas», protagonistas de la actividad, se nutrían cada rato de más y más adultos. Las colas de estas atracciones se hacían interminables. A las 23.30 horas, según el Samur y Protección Civil, un total de 717.000 personas participaban en los 212 actos del programa. En Gran Vía se concentraban a esa hora 90.000 ciudadanos; en el eje Prado-Recoletos, 147.000, y en la plaza del Dos de Mayo, 16.000.

Toboganes como edificios

Una gran rueda de tractor, sustentada por cables que penden de una grúa, sirve de mirador privilegiado para quienes se atreven a subirse en ella. Pero unos metros más allá, entre la Red de San Luis y Callao, se cierne la sensación de la noche: los toboganes gigantes levantados sobre una maraña de andamios le hacen un pulso a la arquitectura señorial de la avenida. Son tubos de canalizaciones, cuatro que miran hacia la calle de Alcalá y dos, enormes, a sus espaldas. Una mujer, a las nueve y media de la noche, se fracturó la pierna derecha al lanzarse por el tobogán, y la atracción fue clausurada.

En Callao, una especie de barracón de feria «fashion» nos invita a lanzar botellas de agua, botes vacíos, papel y cartón a las papeleras elaboradas con la alfombra azul que cubrió el pasado San Isidro la Gran Vía. El premio eran esas papeleras, aunque, la verdad, no era tarea fácil encestar nada a cinco metros de distancia.

En el otro lado de la plaza, en la de Santa María Soledad Torres Acosta o de la Luna, un césped fresco avisaba de que aquello se había convertido en el trasunto de un huerto minimalista. «¡Que hay que hacer cola, si no, esto se nos convierte en una anarquía!», bromeaba uno de los vigilantes con un crío que se impacientaba por llevarse a casa una planta.

Nos sentamos en una de las dos hamacas de playa instaladas. «Yo creía que aquí iba a haber agua y arena... Es lo que dijeron en la tele», se queja Carmen, vecina de Santiago Bernabéu: «Por ahora, no he visto nada que me guste». Las opiniones de esta experimental quinta edición no deja indiferente a nadie, sea para bien o para peor.

Conforme avanzaba la madrugada, la plaza de Cibeles se fue animando. Folclore español de antes de los años 60 es lo que bailaban (algunas parejas, muy abrazadas) junto a la Diosa. La verbena popular de este «poblachón manchego» hacía contraste con la maquinaria de la Gran Vía. «Share the world» («Comparte el mundo»), y la gente se animaba a balilar una conga y montunos.

Las ciudades del ayer y del mañana también se solapaban en la música. A dos pasos de allí, el rock tomaba el aire en el Círculo de Bellas Artes. Y en el paseo del Prado, enormes pompas como deseos. La noche mágica, la noche bruja, la noche en que la ciudad está al alcance de la mano; en definitiva, un Madrid de los contrastes, para niños y mayores.

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