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Una gran voz del exilio

Día 01/09/2010 - 12.50h
La figura y la obra de José Ricardo Morales se engarzan como una joya tozuda, luminosa y rara en el panorama de los escenarios del exilio español, aunque a él, como repite en las entrevistas que le han hecho, le guste más hablar de destierro. «Yo no me fui voluntariamente de España, me fui desterrado, porque me costaba la vida el quedarme aquí», subraya en unas declaraciones de 1987 a Juanjo Guerenabarrena que Manuel Aznar Soler reproduce en el estudio introductorio al el teatro completo del autor hispano-chileno, recién editado por la Institució Alfons El Magnànim, una empresa de altura por la que hay que felicitar calurosamente a la entidad cultural valenciana.
La vida de Morales –nacido en Málaga en 1915, trasladado a muy temprana edad a Valencia, donde se formó («en Málaga aprendí a andar, en Valencia, a hablar»), y afincado tras la Guerra Civil en Chile, donde ha desarrollado su carrera– ilustra el itinerario de amargura, coraje y capacidad para reinventarse en otras latitudes, como hicieron otros intelectuales de la diáspora, aunque su caso tiene características especiales. «Yo –confesaba en 2003 a José Vicente Peiró– no traté de hacer las Américas, sino de contribuir a que América se hiciera, como he repetido tantas veces. En la medida de nuestras posibilidades. No fui a América a llenarme la faltriquera. Tenía mucha vida por delante y no me dolía nada; no sentía el ‘dolor machadiano’. Cuando llegué a Chile pensé en que tenía veinticuatro años, era muy joven y me quedaba mucho por trabajar. De ahí que intentara proseguir mi vida, no reiniciarla. Allí escribí mis obras, me doctoré con una tesis sobre paleografía de documentos de escribanos locales del siglo XVI, cuando no se sabía qué era esta ciencia allí y acabé creando la cátedra en esta materia. Y me casé. Estoy muy orgulloso de que me concedieran en 1964 la nacionalidad chilena, aunque mantuviera la española también. Sin embargo, no tengo acento chileno, ni allí tampoco. Mi acento peninsular es el lazo que conservo con España. La mayor empresa voluntaria de los desterrados en Chile fue la profundización de nuestra cultura. Pero para profundizar hay que fundar». Toda una declaración de principios.
Días universitarios
El joven Morales estudió Magisterio y Filosofía y Letras en la Universidad de Valencia. En el clima de efervescencia creativa que vivía a mediados de los años 30 la capital de Turia y como responsable de actividades culturales de la Federación Universitaria Escolar, se relacionó con personajes de la talla de Vicente Gaos, Josep Renau, Juan Gil-Albert, Ricardo Muñoz Suay y, sobre todo, Max Aub, que dirigía el grupo teatral El Búho –para el que Morales escribió «Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante»– y fue fundamental para que el naciente escritor orientara sus pasos como dramaturgo hacia el teatro de vanguardia. La Guerra Civil hizo añicos todo. Morales sirvió en el ejército republicano y finalizada la contienda, durante la que fue herido en varias ocasiones, entró en Francia y fue internado en el campo de concentración de Saint-Cyprien antes de ser embarcado en el Winnipeg, el barco con destino a Chile que Pablo Neruda fletó para rescatar a los exiliados españoles.
En tierras chilenas prosiguió sus estudios universitarios y desarrolló su carrera como dramaturgo. Fundó con Pedro de la Barra el Teatro Experimental de la Universidad de Chile y, junto a otros intelectuales, la editorial Cruz del Sur. En Santiago de Chile, la gran Margarita Xirgu, a la que había conocido en 1935, en la presentación valenciana de «Yerma», le estrenó en 1944 «El embustero en su enredo», y en Montevideo, en 1949, protagonizó su adaptación de «La Celestina». Este chileno español o, a decir de José Monleón, «un español en la inmensa ninguna parte», ha dejado honda huella en su patria adoptiva, donde mantuvo siempre una posición ética ejemplar, sostenida durante la dictadura pinochetista desde su puesto en la editorial universitaria, negándose a censurar libros o destruir ejemplares.
Una obra comprometida
De forma constante, exigente y abierta a nuevas experiencias, Morales ha ido construyendo una obra dramática signada por el rigor, la voluntad filosófica, su compromiso con los problemas éticos y sociales de nuestro tiempo, y su aproximación a los conflictos universales, con utilización de elementos metateatrales y un lenguaje imaginativo, ingenioso y de gran plasticidad. Aunque por cuestiones estrictamente taxonómicas se le adscribe al grupo de autores dramáticos del exilio, su caso es singular por cuanto, según Aznar Soler, se diferencia de otros dramaturgos como Aub, Dieste o Alberti, que habían escrito parte de su producción antes de salir de España, en que su obra ha sido «escrita, publicada o estrenada integramente en su exilio chileno», salvo algún título juvenil.
Más significativo, como agrega Aznar, es que en el corpus dramático de José Ricardo Morales ni la guerra civil, el destierro o la nostalgia por la patria perdida son temas que vertebren sus obras, si exceptuamos «Los culpables» (1964).
Vanguardias
La singularidad de Morales en la nómina contemporánea de dramaturgos de expresión española radica en su interés por las vanguardias y su proximidad anticipatoria al teatro del absurdo, aunque sus presupuestos humanistas le lleven más a «un teatro de denuncia del absurdo del mundo», en el que explora los sinsentidos agazapados en los dobladillos del lenguaje. También la huella de Valle-Inclán es perceptible en las que él denomina «españoladas», una suerte de esperpentos elaborados no a partir de los reflejos de la realidad en un espejo cóncavo, sino, como él ha explicado alguna vez, en un espejo convexo, pues al contario de don Ramón, Morales mira a España desde fuera.
Autor reconocido y valorado en ámbitos académicos y entre los especialistas, es insuficientemente conocido en España pese a la paulatina publicación, desde los años sesenta, de algunas de sus obras en revistas y en editoriales como «Fundamentos», «La Avispa y Cátedra», y a su presencia en congresos, encuentros y coloquios. Hace un par de años, la Asociación de Autores de Teatro, que en 2003 nombró a Morales socio de honor, publicó un volumen con su «Teatro escogido», al cuidado de Manuel Aznar Soler y Ricardo Doménech, que fue una especie de aperitivo del monumental tomo que edita ahora la Institució Alfons El Magnànim y que, amén de subrayar el magisterio de este autor, debería estimular algo tan elemental como indispensable: la representación de sus piezas en nuestro país.
Aznar Soler ha dividido la producción dramática de José Ricardo Morales en cuatro apartados: Teatro Inicial (que incluye «Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante» y «El embustero en su enredo»); La vida imposible (integrada por seis obras, entre ellas «De puertas adentro» y «El juego de la verdad»); Acto seguido (que agrupa diecinueve piezas, entre las que se encuentran «La grieta», «La corrupción al alcance de todos» y «Sobre algunas especies en vías de extinción»), y Obras mayores (un conjunto de quince trabajos con títulos como «Hay una nube en su futuro», «Cómo el poder nos da las noticias del poder», «Orfeo y el desdorante o el último viaje a los infiernos», «Edipo reina o la planificación» y «El destinatario»).
Este volumen viene a llenar de forma admirable uno de esos huecos que proliferan en nuestra memoria cultural y a situar en su lugar a un autor teatral imprescindible; una iniciativa que solo podría merecer elogios.
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