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Otros muros detrás del muro

Dentro del territorio de Cisjordania, numerosos pueblos palestinos permanecen aislados de su entorno como burbujas para reforzar la seguridad de los colonos

L. L. CARO

LAURA L. CARO

MARSHA (CISJORDANIA). Hay una ocupación callada más allá del muro de Cisjordania. Formas de ocupación de las que casi no se habla, tragedias colectivas que no tienen la violencia de las redadas nocturnas en Ramala, o la sangre de los heridos en las manifestaciones semanales de Bilín, para poder conquistar los titulares y los minutos de televisión. En Sinyil lo saben muy bien.

Durante once años, y hasta hace un mes, ese pueblo de 7.000 habitantes situado 25 kilómetros al norte de Jerusalén —en lo que Israel considera la Samaria—, ha sufrido un bloqueo absoluto y total por estar enclavado al borde de la Carretera 60, que conduce al gran asentamiento judío de Ariel y a los más cercanos de Ma'alea Levona o Eli. El Ejército israelí empezó a bloquear los accesos de Sinyil con toneladas de rocas hace una década, para que ningún vehículo pudiera salir de allí y molestar a los colonos que —como mandó Ariel Sharón— disponen y gobiernan a placer de un territorio que no es suyo desde lo alto de cada cerro, donde están envidiablemente emplazadas las colonias.

Un portón de hierro

La situación de Sinyil no es excepcional. En esa villa se abre una ruta de poblaciones palestinas secuestradas dentro de su propio mapa, de la que es otro ejemplo Yema'il, una aldea también junto a la misma carretera, que los soldados judíos cierran todos los días de 7 de la tarde a 6 de la mañana detrás de un inmenso portón de hierro instalado en el acceso principal. En Marda funciona el mismo sistema, con el agravante de que todo su casco urbano se encuentra ya cercado por una alambrada perimetral infranqueable. Es el otro muro detrás del muro. Son corrales para palestinos, rodeados de controles militares y torres de vigía. Más hacia la Galilea, en Yibara, hay idénticas puertas, y solo se abren tres veces al día.

«Tenemos que vivir con esto, no hay donde ir y esta es mi casa, no la voy a dejar aunque me echen, me maten o me hagan sufrir». Es el testimonio de Hani Amer, protagonista involuntario de otra pesadilla que comenzó cuando, en la década de los 80, pegado a su hogar s en otra villa castigada por la ocupación, la de Marsha, empezó a crecer el asentamiento de Elkaná. Su horror se consumaría en 2004, cuando Israel confiscó sus tierras y construyó el muro de hormigón allí mismo, pero dejando la vivienda de Hani del lado de la colonia y, por tanto, separada para siempre de Marsha.

Desde entonces, cuenta, los judíos le han ofrecido ingentes cantidades de dinero —asegura que «cheques en blanco»— por su propiedad. Ante sus negativas, explica, también le han amenazado con mandar a un pistolero a atacar Elkaná y luego echarle la culpa a él, con lo que Hani acabaría siendo considerado un terrorista y su casa, derribada. Su único éxito en esta lucha es haber conseguido, con la ayuda de 60 manifestaciones de activistas, que Israel le abriera junto al muro una entrada por la que cruzar a Marsha, siempre bajo la atenta mirada de patrullas armadas.

La «ocupación» del aire

En todas estas localidades —y en otras tantas poblaciones de la zona también aisladas bajo llaves y verjas para que los colonos vivan tranquilos— Israel controla los pozos. En Qalquilia, por poner un ejemplo, gestiona 125 pozos. En Tulkarem, según denuncian los vecinos, está ocupado hasta el aire. La razón es la presencia de una fábrica química israelí a la que los habitantes de la región acusan de haber causado «alrededor de 120 casos de cáncer», aunque ninguna prueba científica lo avala, como reconoce un estudio del Consejo Mundial Inter Iglesias. Su estudio sí constata «el pudrimiento de la mayoría de los árboles» plantados junto a la fábrica, y que el suelo a su alrededor ha quedado «completamente imposible para el cultivo».

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