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La Casa de Campo, foco de la venta ilegal de alimentos entre ecuatorianos

Puestos ilegales de comida ecuatoriana toman la Casa de Campo de Madrid. Allí se venden alimentos sin control sanitario y se hacen fuegos ante la pasividad de la Policía Municipal

La Casa de Campo, foco de la venta ilegal de alimentos entre ecuatorianos

GUILLERMO D. OLMO

¡Encebollado, ceviche, asado!, estos son los productos que ofrece Arturo a gritos como si estuviera en uno de los mercadillos de su Guayaquil natal. Pero no es allí donde anuncia su mercancía, sino en la Casa de Campo de Madrid, el pulmón verde de la capital de España, habitual escenario de los esparcimientos, confesables o no, de los vecinos de la Villa y Corte. Como Arturo, decenas de ecuatorianos ofertan a gritos platos típicos del Ecuador para los centenares de compatriotas que acuden a disfrutar de un domingo en familia en medio del estío madrileño. El problema es que este popular mercadillo no cuenta con ninguna garantía sanitaria y contraviene las ordenanzas municipales que prohíben la venta callejera de productos perecederos. A Arturo no le importa. Está en paro y ha encontrado en este bazar el modo de obtener unos socorridos ingresos. «No va a morir uno de hambre», comenta, mientras hace una pausa en sus regulares gritos.

Sangre e intestinos de vaca

En torno a la hilera de puestos que ofrecen raciones de comida típica por precios que rondan los cinco euros se arremolinan los consumidores. La práctica totalidad de ellos son ecuatorianos. Como Luis, nacido en Quito y hoy desempleado en España, a quien no parece importarle la dudosa salubridad del plato de Yaguarlocro, un caldo con sangre e intestinos de vaca, que degusta acuclillado sobre la arena de la Casa de Campo: «Sabemos que esto no es higiénico ni legal». Cuando se le pregunta si cree que lo que está comiendo ha pasado los controles sanitarios pertinentes contesta con naturalidad: «Probablemente no».

La magnitud de este mercadillo es tal que, cuando se acerca el mediodía, el humo que brota de los hornillos móviles en los que se calienta la comida inunda toda la zona del aparcamiento contiguo al lago de la Casa de Campo. El fenómeno no escapa a las autoridades y el Ayuntamiento dispuso un despliegue policial que solo ha servido para que los puestos cambien su ubicación. Antes, vendedores y compradores se colocaban en la misma orilla del campo de fútbol que hay junto al aparcamiento.

Como testimonio de esta anterior presencia, los muchos restos de comida antigua que todavía hay en la zona y los cercos de hollín que han quedado donde antes estaban los infiernillos. En el lugar un vehículo de la Policía Municipal ocupado por dos agentes que sestean en su interior. «No estamos aquí para que no vengan a este lugar, sino para que disfruten de él como debe ser», afirma uno de los agentes. Lo que ignora el funcionario es que a menos de cien metros de donde él habla, oculto tan solo por una hilera de árboles, se ha montado la nueva sede del rastrillo gastronómico. Parecería que lo supiese todo el mundo menos la Policía.

Jugos de mango y tamarindo

Entre los vendedores los hay incluso que se alegran del nuevo emplazamiento: Arturo dice que «aquí en la loma se vende más». Él es pudoroso a la hora de hablar de cifras, pero hay quien, como Julia, no tiene inconveniente en contar el dinero que gana. Ella que vende jugos de tamarindo dice que «en un día bueno se pueden ganar hasta 150 euros». Julia también reconoce que lo que hacen es ilegal y, además, que tiene importantes consecuencias sobre el entorno: «Esto es una zona verde y la gente es muy sucia». Esta zona verde en la que habla, la Casa de Campo, es desde el pasado mes de julio un Bien de Interés Cultural, un status que le confiere el máximo grado de protección legal, pero que, al menos de momento, no ha servido para evitar ni la pertinaz práctica de la prostitución en el interior del recinto ni esta particular modalidad de feria gastronómica. En el mercadillo también se hacen presentes los manteros y su habitual cargamento de discos y películas piratas. El trasiego de unos y otros no cesa. Desde los vehículos estacionados en el aparcamiento, muchos de ellos furgonetas, salen las viandas y las bebidas que se consumen unos metros más allá.

Se trata de un negocio familiar. Mientras las mujeres preparan los alimentos, los hombres los trasladan desde los vehículos. La mayoría de ellas tiene todavía tienen un empleo al margen de esta ocupación dominical. Como Patricia que recurre al puestecillo en el que exprime mangos porque, como dice ella, «además de trabajo, tengo tres hijos». Suele estar de una del mediodía a nueve de la noche.

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